Revista Libros
Editorial INTERZONA Buenos Aires 2004
“Desde el fondo del pozo solo se ve un pedazo de cielo a veces gris, a veces negro” pp. 1
En un mundo que combina Mad Max, Shaka Zulu, La guerra del fuego y Wall-E, nace Plop, que es bautizado así porque de la concha de su madre cae directo al barro haciendo este ruido. El paisaje es un gran basural, todas las aguas están contaminadas –salvo las del cielo-, no hay comida por ninguna parte, la sociedad se reduce a grupos cuyas reglamentaciones se basamentan en la bruta supervivencia y la organización por castas.
La historia de Plop es la de un ascenso social que termina como terminan (no olvidar la lección de Stendhal con Julien Sorel) estas historias en que el escalador empieza de abajo, lo consigue todo y, fatalmente, se extravía en las nubes y cae. En este sentido, el relato es bastante convencional, y está enhebrado de manera harto sabida: la ruta del héroe con sus obstáculos radicales pero salvables, la irrupción del azar para equilibrar las fuerzas en combate – es rigurosamente lógico-, cuidada artesanía en la elaboración de personajes y situaciones, etc. Es, a fin de cuentas, magistral en su estructura.
Como distopía, Plop ofrece una serie de reflexiones sobre el funcionamiento de la cultura. En primer lugar, por la ubicación temporal de la historia: un futuro en que ocurrió alguna catástrofe que mermó la población y obligó a los sobrevivientes a empezar de nuevo. La herencia que reciben de nuestra época se limita a basura y harapos culturales: hay algunos lectores, aunque no sepan a ciencia cierta de qué trata lo que leen, y también un par de personajes que manejan ciertos rudimentos técnicos, en este caso para la fabricación de armas y telas. Entonces surge, así, la primera pregunta elemental que ilumina la novela: ¿qué heredaremos al futuro? Creo que la respuesta es simple: la experiencia del reciclaje. Esto, por supuesto, en un sentido amplio, tanto de la producción cultural como industrial. Ya estamos experimentando el reciclaje, es cierto, pero lo hacemos de manera lúdica; sin embargo pronto se jugarán en ello la vida y la muerte.
Por otra parte, pensando más al nivel de los personajes, está el movimiento ineludible que empuja a romper los límites de las reglamentaciones represivas de toda organización social, de ir un poco más allá: las culturas más sofisticadas trayendo a un primer plano los instintos más elementales (el sexo y la muerte, la violencia –“El club de la pelea”, por ejemplo), o las sociedades primitivas entonando poesía y persiguiendo un universo místico inalcanzable. En Plop, los hitos del dispositivo cultural se llaman tabúes. El término está indudablemente bastante manoseado, pero Pinedo le devuelve su significación primitiva, su lugar incuestionable, y con ello la potencia extrema que condicionó y creo las distintas sociedades y religiones que ahora conocemos. Tal vez no lo pensemos mucho, pero aún hoy el derecho se vertebra en base a tabúes: pongamos por caso, nomás para mencionar algunos, la clonación humana, las drogas, los géneros sexuales, la venta de órganos, etc. Los tabúes de Plop son un poco más pedorros, con lo cual se acercan más a su modo de funcionamiento primitivo: tienen que ver con detalles sexuales, con ciertas zonas geográficas que no se deben atravesar, con ‘reglas de etiqueta’, el sistema de castas, etc.; todas ellas castigadas con una pena radical y a la vez banal: la muerte. Y aquí otra iluminación: aún en lo más decadente y estropajoso, es imposible parar la descomposición. La descomposición es el movimiento que acompaña inexorablemente a la vida. Es, puede decirse, su condición ontológica. Nada puede sostenerse de manera inquebrantable. No hay eternidad: tanto en el cielo como en el infierno, remolinea el tiempo deshaciendo todo. Plop consigue subir a la cima y apenas llegar descubre que la misma no es el fin del camino: aún hay más, y más. Elegantemente decide aceptar este destino y se entrega, por un pete.
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