Carola Chávez.
Tienen quince años, los mismos que la revolución. Nacieron en hogares que no conocen sino la prosperidad y la abundancia. Niños criados en el exceso material, en el último alarido de la moda, con tecnología de última generación. Niños equipados desde chiquitos para ser “populares y cool”. Muchachos que mienten en sus muros de
Facebook diciendo que son de
Miami porque ser venezolano es cosa de pobres “loosers”.
Niños amamantados con los complejos y prejuicios que la clase media antes cultivaba con disimulo y que hoy son su bandera, porque si ayer los distinguían de la chusma, hoy los distinguen de los chavistas -valga la redundancia-. Y así, porque Chávez rescató nuestros símbolos, nuestra historia, nuestro orgullo, ellos aprendieron que la venezolanidad es una ofensa, Bolívar una mala palabra y el Himno Nacional es una ladilla. No la ladilla rebelde sin causa de cualquier adolescente de mundo, sino una ladilla con miedo, con resentimiento, con grima. Son estos los niños que iban a pre escolar escuchando a Marta Colomina jurándoles que, de un momento a otro que sádicamente nunca llegaba, los chavistas malvados se los iban a llevar lejos de sus papás. Crecieron con la rabia ciega que produce el terror, arrullados en la arrogancia del “No es no”, aplastados por un medio que no admite la más mínima divergencia, donde coincidir con Chávez, aunque sea en el amor por tu país, te convierte en sospechoso, o peor aún, en blanco.
Conozco a una mamá que practica al extremo el autodesprecio que garantiza la ¿sana?
convivencia con sus vecinos y amigos. Ella solo toma fotos a sus hijos cuando van de viaje y lo aclara, por si a las dudas, cuando tuitea las imágenes de lugares remotos, nevados, bonitos, sí, pero ajenos. Preserva fragmentos de la infancia de sus niños que parece ser plena solo tres veces al año cuando están lejos de su calle bordeada de matas de mango, de su cielo azulito salpicado de guacamayas, de su vida real que terminará borrándose en sus recuerdos. Así, ya a los quince años, cuentan los añitos que les faltan para graduarse e “irse demasiado” a vivir las mentiras que inventan hoy en sus muros de Facebook.
Niños despojados de su esencia, no por Chávez, sino por la ofuscación política de sus propios papás y mamás.