Este verano hay bastantes cuerpos humanos en venta. No son esclavos. Son jóvenes a veces semianalfabetos que corren en pantalones cortos dándole patadas a una pelota.
Está en venta, por ejemplo, un franco-guineano de 23 años llamado Paul Pogba por el que varios equipos del fútbol están dispuestos a pagar 120 millones de euros, aparte de los alrededor de veinte millones que recibirá anualmente de su comprador y de otros ingresos propios por imagen y publicidad.
Siendo parte de un equipo con más de veinte jugadores, mucha gente denuncia como injusto pagar tanto por ver corretear jóvenes así, fuertes y habilidosos, habiendo tanto pobre por el mundo.
El obispo de Barcelona, por ejemplo, protesta del precio del madridista Ronaldo, pero no del también costosísimo y evasor de impuestos barcelonista Messi. Y es que aunque Ronaldo sea Cristiano, no es del Barça.
Es el reproche de quienes no entienden que el juego es una actividad tan valorada como los alimentos por la humanidad, incluyendo a los hambrientos.
El juego en todas las especies animales nace con su propia existencia como escuela de supervivencia, pero su valor económico, analizado por primera vez por el antropólogo inglés Burnett Tylor en 1879, ha ido creciendo al convertirse en un espectáculo festivo cotidiano.
El deporte, señalaba Johan Huizinga en 1954, en su biblia de la antropología, “Homo Ludens”, adquiere valor pecuniario cuando se unen la emotividad de los seguidores de cada jugador o atleta, o de sus equipos, que resucitan emociones salvajes y primitivas, émulas de la lucha por la vida.
Y de ello no se libra ni el más pobre de los seres, incentivados ahora por el torrente de los medios de comunicación.
Hay una gigantesca desigualdad de salarios entre los trabajadores comunes y los deportistas de élite, pero, lamentémonos menos, hasta los desempleados la aprueban y se privan de sus comidas para postrarse ante sus tótem Pogba, Ronaldo, Messi y similares.
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SALAS