Un verano de hace unos años falleció Pocho, un histórico y querido sindicalista local. A eso de las nueve de la tarde toda la tribu de la izquierda local llenaba el local de la CTA. Alguien se envalentonó y empezó a cantar, en medio del velorio.
—Pocho no se murió, Pocho no se murió…
Todos le seguimos la corriente y comenzamos a corear a los gritos. Algunos saltaban.
—¡Pocho no se murió, Pocho no se murió!
En medio del frenesí distinguí a uno de los amigos de Pocho que, lejos de sumarse al fervor de la multitud, miraba el suelo y se secaba las lágrimas. Me acerqué a preguntarle qué le pasaba.
—Es que sí se murió. No ven, pelotudos, que ahí está el ataúd.
Entonces lloró más fuerte, como un niño. Me quedé a conversar con él. Me habló de Pocho, del sindicato de frigoríficos, de su primera novia.