Quetame.
La soledad
penetrando una grieta de silencioa veces
me sirvió
para restablecer el contacto con mis primeras obsesiones:
pábilos encarnados
en el griterío de un sentimiento entristecido
abonado con la ternura
de unas manitas que desperdiciaron su color en el alba.
Recuerdos
que la piel reclamó en las pesadillas
de mis primeros encuentros con la infancia.
Protegido de las palabras secretas
que desnudan el cadáver de cualquier sonrisa
a veces,
internado en la profundidad de una espeluznante manía
me encerraba a descuartizarle el cuello a las gallinas
mientras me emborrachaba con vinagre
y sentía ese ajetreo de escápulas aladas
procurando,
en la conmoción,
desatragantarse en ojos alucinados de gusanos.
La soledad
me enseñó a ser cruel ante el pavor de la tormenta;
acuclillado en el dálmata solar
buscaba atrapar con pequeños ciempiés los escuálidos rayos
que zigzagueaban como lombrices devoradas por la luz.
Masturbaciones de sombras podridas en el corazón de las guayabas
me exhortaban a clavar mariposas
y a disecar escorpiones
ante la mirada aterrada de los pajaritos de piedra.
Cargado de boñiga de vaca
perseguía
el colérico grito de libertad
de mis amigos enamorados del coraje.
Al crepúsculo,
mientras astillábamos caña bravas
frutecidas en hormigas
paríamos con eructos,
encaramados
en cualquier rama suicida de abismo,
nuestras primeras oraciones
repletas de santas groserías.
El silencio me succionó de mis abrazos
el esquema básico del cariño
y me dejó claro
que las telarañas eran el indicio de una niebla famélica,
que el roció era esa millonada de incubadas desesperanzas
dejadas por los durmientes
y que mi desesperado huir hacia el armario
era el resultado de la avalancha de tristeza
presentida por mi carne en en las derrotas del futuro.
Aprendí a calcular los años de un caracol
por el sabor de su pegajoso sendero,
a entusiasmarme con la soledad,
cada día más extraña,
que dejaban
los guerrilleros torturados en su última mirada.
Ensimismado en el color de los muertos
comprendí porque la sangre se endurecía de tiniebla.
La soledad me atrajo hacia los postes
que parían polillas sedientas de luz
y que en noches repletas de brujas
soltaban luciérnagas y sapos de ojos perdidos.
El silencio
encontrado en el efervescente vientre de las cuevas
sólo me enseñó el amor por la voracidad
de una soledad acompañada de murciélagos.
En estas pupilas,
de criatura convulsionada por la espuma de la sangre,
se hundieron las imágenes fugadas
de muchas ventanas desnudando senos
y cuerpos ardorosamente deseados.
Por las calles de mi pueblo
perseguí el latir de un dragón
que agrietaba las vigas de la iglesia
y por su aliento,
que bajaba bramando sobre la inocencia del río,
reconocí a los ahogados.
La primera efigie que tengo del espanto
está en la espalda ulcerada de una esquelética anciana:
la muerte filtrándose en un remolino hediondo
donde la panela cumplía con ardor
palada tras palada
su dulce relleno sanitario;
está en un ruinoso gerontológico:
zoológico de amargas degeneraciones
que fue devorado por las ramas de los comejenes;
está en el último aliento de un enfermo
que se aferró con su mano decrépita
hasta que su sangre se aquietó
sobre mis manitas aterradas por el hielo.
La soledad
fue una compañera silenciosa
vestida de zarigüeya encandelillada
en lo profundo del gallinero,
la soledad
proporcionó
mis primeros encuentros con la cucarachas
que reconocían con sus antenas
los caminos invisibles de la casa,
de la alacena,
de los días temblando
y de mi zozobra abandona al firmamento.
La soledad
penetrando una grieta de silencio
a veces
me llevó hasta mis primeros engendros.