Abrió la puerta de su casa para regar las flores del jardín y luego, con aire fatigado, hundió el rostro entre las piedras y lloró amargamente como un niño, por el silencio de las ciudades en aquella hermosa mañana del fin del mundo.
Con pie claro y rostro alegre cavó su tumba y humildemente, sin alharacas, se enterró en ella.
Estaba al fin solo, para siempre.
Echo mucho de menos a José Antonio Labordeta (tras casi cuatro años de ausencia). Profundamente.
A veces la emoción me invade y al cerrar los ojos imagino vivir en un lugar gobernado por Labordeta, José Luis Sampedro y Javier Marías, y durante los breves instantes en los que en mi imaginación tal cosa es posible, soy profundamente feliz, y sonrío.
En estas tres figuras gigantescas y magistrales reconozco autoridad, me inclino, me quito el sombrero y aplaudo hasta que me duelan las manos.
Hoy ya marzo, otra vez, tanto tiempo te has ido
que recuerdo el dolor que te produjo
amar la libertad como la amaste.
José Antonio Labordeta era ante todo una persona buena. Sus poemas son transparentes y a través de ellos tan solo encontramos pureza. Rezuman humildad y nostalgia, sencillez y buenas intenciones. Huelen a lluvia y a tierra mojada.
Habrá un día
en que todos
al levantar la vista,
veremos una tierra
que ponga libertad.
Suelo pensar que a él no le gustaría comprobar el estado en el que se encuentra el mundo que abandonó y que ya apenas le recuerda. El refugio, como siempre, sigue estando en los libros.