Si algo alienta y alimenta la vida, ello son los libros. Dentro de esta inmensa categoría yo destacaría por encima de los de cualquier otra clase, los de poesía.
La Poesía es el celofán que envuelve en su delicado y transparente papel plastificado, todo lo que consideramos de mayor valor, pero que, sorprendentemente, escondemos y hasta ninguneamos. ¿Qué es ese ‘todo’, qué es ello? ¡Ah, amigo mío, para alcanzar a entenderlo precisamente está la Poesía! Si ya supiéramos en qué consiste lo inasible, la emoción intangible y la suspensión inefable… ¿a qué perder nuestro escaso tiempo en leer las errantes aproximaciones a ello que proporcionan los poemas?
Yo, -por propia experiencia-, os aseguro que entrar en el territorio de la Poesía, penetrar el poema, sumergirse en sus versos buceando hasta desentrañar el más profundo sentido, bajar hasta la zona abisal para a continuación apenas tocado el oscuro fondo con la punta del pie golpearlo con fuerza a fin de emerger en la confianza de no perder el oculto sentido entrevisto, es ocupación deliciosa de puro placentera. Cierto es que a veces el significado se resiste o va y viene hasta nuestra lucidez iluminando u oscureciendo la precisa comprensión, pero cuando se aprehende, cuando se le doma y uno se asienta sobre él, la Poesía –la Reina sin oposición alguna de la Literatura-, su lectura, su memorización, repentización y posterior declamación, constituye uno de los grandes placeres que puede deparar la Vida. Seamos hedonistas, ¿por qué desperdiciar este goce?
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Nota: El post anterior se puede leer también junto con otros en el último número de la revista Emblogrium