Los tres poemarios esenciales de Philip Larkin se publicaron a ritmo de uno por década. El dato no es sólo un capricho curioso de quien escribe, sino más bien un modo de entender cómo se estructura una existencia a partir de un silencio que pasa desapercibido. El poeta inglés era un bibliotecario, y se supone que tal oficio implica meticulosidad, orden y una arquitectura precisa que podría caer en el páramo de lo anodino, algo que no sucede con sus composiciones, ricas y cargadas de una serie de significaciones que parten de lo cotidiano para trascenderlo.
El imaginario de Larkin, y bien hace en precisarlo Damià Alou, se libró de unas cadenas demasiado exigentes cuando descubrió la poesía de Thomas Hardy. Los hechos familiares y el devenir de la normalidad cobraron protagonismo en contraposición con su estilo inicial, donde la influencia de Yeats y el merodeo de T.S. Eliot hacían de sus versos una especie de pastiche donde aun no se percibía un camino independiente al trazado por sus antecesores, senda donde se manejó con maestría al crear un universo propio alejado de grandes retóricas y ampulosidades que tanto gustan a esa mayoría que olvidó cómo Baudelaire decidió dejar su corona de la laurel en el barro de los Campos Elíseos para subir al burdel. No todo el mundo ha nacido para abarcar la solemnidad y cubrirse de gloria con cantos áulicos. Al fin y al cabo uno de los grandes méritos del autor de Ventanas Altas fue asumir la falsedad del nunca pasa nada porque el mero día a día está repleto de pequeños detalles en los que fijarse para sacar petróleo. Si el poeta fuera un mero descriptor no nos interesaría en absoluto. La magia del bardo británico está en cómo transmite su visión de las cosas desde un desapasionamiento clínico que quizá es desengaño o un simple acatar lo que tenemos a nuestra disposición.Podríamos diseccionar la trilogía, con el añadido de unos pocos poemas selectos, publicada en Lumen, pero en realidad la obra de Larkin tiene una coherencia que abarca toda su trayectoria. Engañosperfila temáticas clave y muestra el cuerpo que se quiere conseguir a partir de lo mínimo, donde la muerte surca el tejido mediante la plasmación de instantes de aplastante rutina que no por ello deja de ser hermosa. La devastadora ironía se mezcla con una brillantez quirúrgica que es al mismo tiempo un diálogo interior que alcanza su máxima expresión en Sí, mi amada. Asimismo la temporalidad es otra presencia constante. En compás de tres tiempos, por poner un ejemplo claro, vemos la sagacidad de Larkin al comprender, a partir de una calle, como una mera partícula significante es capaz de glosar pasado, presente y futuro porque los cambios sutiles reflejan cuestiones filosóficas sin necesidad de construcciones monumentales, basta un trozo de mundo, un ´álbum de fotos o la adopción de un apellido. No creo que la poesía de Larkin sea cómoda. Pone el dedo en la llaga y a medida que su autor madura se vuelve áspera porque atesora una dura crítica a su época y a su disolución social. En Las bodas de Pentecostés la vejez es retratada como una miserable lacra que a todos nos llegará y que sucede sin que nos enteremos. Se percibe en tristezas hogareñas, en visitas a la casa paterna o en charlas muertas en la cama, donde la costumbre impide que ya nada se pueda decir. Otro punto a destacar, refinado si se compara con Engaños, está en el trato que se da a tópicos que destruye con naturalidad. Los grandes almacenesson un gran engaño, un tren nupcial es una efímera ráfaga de falsa alegría y un cartel publicitario pintarrajeado deviene una mueca de frustración colectiva de esa era sin heráldica tan distinta a esa paz uniforme de 1914, con esos matrimonios que no se acaban tan pronto, con esa inocencia perdida que dio paso a la supina estupidez de idealizaciones bibliófilas y egoísmos latentes en la atmosfera de una humanidad abocada a un destino igual que pocos meditan. En Ventanas Altas se riza el rizo desde la experiencia de un trabajo que sabe forjarse y concreta lo apuntalado en los otros dos poemarios. Valga como referencia Los árboles, disparo a la incapacidad de renovarse pese a que los elementos nos muestran lo sencillo del hecho en sí, donde también se percibe una insatisfacción por la juventud endiosada y una poética del espacio, ya muy visible en Ambulancias, donde estaciones y hospitales son desnudos restos de la batalla. Larkin, como cualquier creador que se precie, era contradictorio. Echaba de menos algo desvanecido y se emocionaba con ciertas parcelas de la realidad. En Annus Mirabilis alterna la euforia de 1963 con The Beatles y el descubrimiento de la sexualidad. Estas emociones, leves loas presentes en otras piezas como Homenaje a un gobierno, no obstaculizan un profundo desdén por determinados convencionalismos. Si en Naturalmente, la fundación correrá con los gastos se arremete contra la impostura académica de los laureados, en Vers de societé la calumnia recae en el tedio de las reuniones donde se habla de todo sin que de nada sirva ni se consiga satisfacción alguna por esos monótonos intercambios verbales de circunstancias. Esta intuición de misantropía se confronta con la censurada conciencia medio ambiental de Sin parar.El bagaje del poeta, su máximo valor, es su vigencia. El siempre polémico Harold Bloom dudaba de ella desde su habitual obsesión por sentar cátedra. Los versos de Larkin tienen aquello propio de la lírica que permanece al abordar asuntos sin fecha de caducidad y exhibir facetas de uno mismo en las que el lector puede reconocerse sin dificultad, con la simplicidad que sólo se logra tras una ardua labor, economía de miedos que oculta la piedra picada para alcanzar la meta. Nuestro protagonista decía, marcando diferencias con popes del calibre de Auden o el omnipresente Eliot, que sus poemas no necesitaban rebuscados análisis, bastaba con leerlos. Con o sin razón es la mejor recomendación para disfrutarlos.