Antonio del Camino en la Galería Cerdán. Foto: Peña.
El pasado jueves 30 de abril nos reunimos en la Galería Cerdán de Talavera de la Reina un buen número de amigos, familiares y amantes de la poesía para escuchar a Antonio del Camino. El acogedor espacio mantenido desde hace décadas por Manuel Cerdán y Sara, con entusiasmo, buen gusto y generosidad, volvió a ser escenario de una gratificante reunión en torno a las palabras de uno de los más destacados poetas talabricenses. Tuve el placer de presentarlo. Esta fue mi intervención.Aunque me han dicho que solo tengo cinco minutos, me tomaré alguna licencia de tiempo porque en realidad no voy a presentar a un solo poeta, sino al menos a tres, o incluso a cuatro, si tenemos en cuenta algunos oficios allegados al taller del artista. Así que, pónganse cómodos en sus asientos y ármense de paciencia. Pero que nadie piense que se ha equivocado de acto, el programa es correcto: todas esos poetas están unidos en una misma persona: la de mi amigo Antonio del Camino. No deja de ser una osadía por mi parte haber cedido a la invitación de Antonio, a la que por otro lado ni podía ni quería negarme. Aquí le conocéis tan bien o mejor que yo: es un valor seguro de esta casa y un lujo de la poesía talabricense, y su actividad y presencia se ha multiplicado en los últimos meses, después de —dice él— una larga travesía por el silencio. Estas quejas de los poetas ante el abandono de las musas hay que tomárselas con precaución, al menos en el caso de Antonio, cuya actividad literaria es, como vamos a ver, multifacética, y si no incesante (que también), sí continuada y traducida en obras: no creo que estemos, contando los inéditos, ante un cantidad menor a los mil poemas en su producción poética, aunque el número no sea significativo, salvo cuando, como es el caso, va acompañado de una notable calidad. He estado releyendo estos días, si no todos, la mayoría de los libros de Antonio y en esa lectura, además de en la larga experiencia compartida, me fundo para distinguir diferentes poetas en el poeta. Varias personas en el verbo a la luz de la penumbra. Está, en primer lugar, el poeta, digamos, serio, incluso muy serio. Este poeta tiene sus orígenesen el adolescente que arrancó a escribir muy pronto y que, tras granjearse el favor del público «haciéndole la rosca», al titular su primer libro, artesanalmente publicado en 1977, Vosotros sois poetas…, se embarcó en dos soledades que podemos considerar como convalecencias del amor adolescente (o juvenil) no correspondido, tragedias de la edad: la segunda (Segunda Soledad) curiosamente anterior a Donde el amor se llama soledad, y ambas dos llenas de doloridos soliloquios que, como tantos afanes y cuidados de aquellos años, quedaron «entre las azucenas olvidado(s)», por decirlo con un verso clásico. De este segundo libro, ahora al releerlo, he visto que había subrayado entonces (1980) dos líneas en las que el poeta afirma que los versos que escribe «no son ya sólo versos ni poesía / sino el reflejo exacto de lo que son mis noches». Y también ahora, al releer, he visto que el libro contiene una profecía biográfica: «y quede en la penumbra hasta que un día / un nombre de mujer venga a buscarme». Estas obras primerizas y, aunque dolientes, afortunadas, pues ambos libros fueron premiados, mostraban ya una notable capacidad en el manejo rítmico de las palabras y, entre otras cosas no menos memorables, sirvieron para que nos conociéramos, en el entorno de La Troje, un colectivo que creó una colección literaria, o más bien letraherida, cuyo lema era «Todo lo susceptible de ser impreso», nada menos. Allí publicó Antonio –estamos ya en el año 1982– Constancia de las lunas, libro de influjo claramente lorquiano, y que supone un notable avance artístico respecto a los anteriores en cuanto a su elaboración literaria: el poeta es ya consciente (o más consciente) de que escribir no es sólo decir lo que uno siente o piensa, sino que importa mucho, todo, la forma de decirlo. Que escritura es estilo, elección, construcción… Constancia de las lunas es, en gran medida, un libro simbolista, del que alguien escribió: «… la rítmica serenidad de los poemas resalta sobre la penumbra del paisaje que su lectura crea en nuestro ánimo, de tal forma que las imágenes van perfilando gradualmente sus contornos hasta concluir en el dibujo nítido de una certeza: solo el amor perdura más allá de la muerte». Ese proceso de clara madurez creadora desembocó en una reflexión sobre el propio lenguaje y sobre la poesía, un rasgo de gran modernidad (la poesía como objeto del poema) que acabaría cristalizando en Del verbo y la penumbra (1984), premiado con un accésit del Adonáis. Es un libro valiente y arriesgado, aunque también tal vez (por lo que después diré) problemático en la trayectoria del poeta. Obra de dicción muy depurada, esencial, contenida, establece una poética que, si bien rinde tributo a las influencias de autores como Valente, Claudio Rodríguez, o a la concisión de los poetas más “abstractos” del 27 (Salinas y Guillén), es al mismo tiempo un viaje personal al fundamento de la razón de escribir. O, mejor aún, al misterio del canto: esa rara singularidad de que las palabras no solo puedan nombrar el mundo sino crearlo. Alguna vez me ha parecido oír (o leer) pronunciarse a Antonio sobre este libro en el sentido de que era un camino hacia ninguna parte. Y puede que tenga razón. Pero, en mi opinión, hay en esa obra, por decirlo parafraseando la canción de Lou Reed, «un paseo por el lado oscuro» (mejor que salvaje) de la tarea del poeta, y que quizás sea el fundamento necesario, la tierra honda, sobre la que se asienta lo que, algunos años después y hasta el presente, será una apuesta decidida por la claridad.
Y aquí nos encontramos ya a un segundo poeta, y uno que sigue siendo serio pero es sobre todo luminoso, y más aún amoroso. Es una voz que se inicia, si no he seguido mal la secuencia, con Jardín de luz.Nos situamos ya a mediados de los 90. Y en ellos se abre paso la poesía amorosa, sin duda una de los grandes temas en los que Antonio se ha mostrado como un infatigable, original, a la vez que tradicional (buen conocedor de la tradición), cultivador, al frecuentar, entre otros muchos registros, una adaptación muy lograda de las cantigas de amigo, delicadas y apasionadas canciones,todo ello sin duda para gozo de Carmen y de nosotros, sus lectores. En esta temática, o bajo su predominio, se incluyen varios títulos (Alba, La luz viene de ti, Veinticinco poemas en Carmen), y no muy lejano a ellas, aunque sus derivas sean otras, están libros como Sobre la cruz del tiempo o En lento descender (ambos fechados en 2005). Y otros cuya mención me ahorro por no hacer esta lista interminable y poder llegar, en un gran salto, hasta el reciente Para saber de mí (2015), un libro todavía en pleno recorrido de lanzamiento y que le está dando grandes satisfacciones a su autor por la buena acogida que está teniendo. Esta apuesta por la claridad sigue aliada, además, con lo que podemos considerar, junto con la búsqueda o conquista de la sencillez (una de las cosas más complicadas), otra marca de la casa: la perfección formal, que se ha ido fraguando desde hace mucho y ahora se concreta en un experto manejo de formas clásicas como el soneto, la décima, la sexta rima (esa octava real decapitada), la sextina, los tercetos encadenados. La perfección rítmica, sin el corsé de la rigidez, y sin hacerle ascos a los juegos y a la travesura… un aspecto que da pie para abordar otra faceta del poeta (otra persona del verbo) Y es quesi, como hemos visto, en su trabajo como poeta Antonio ha cultivado lo que, en términos escolares, podríamos llamar el mester de clerecía y el mester de juglaría, y los ha sabido combinar, no podemos ignorar que es maestro de otro mester o, si se quiere, de otros oficios que, sin duda, lo convertirían en una estrella tanto en el Máster Chef como de Club de la Comedia. Me refiero a esa faceta de poeta festivo desde la que Antonio escribe sus cocinetos (recetas en soneto, alta cocina), sus chisnetos y, muy especialmente, las Historias de Gila versificadas por un tal Miguel Ardiles, un verdadero prodigio de ingenio y sabiduría métrica, además de en verdad desternillantes. No se acaban con esto las personas del poeta, aunque quizás sí vuestra paciencia, y habrá que ir acabando. Aunque no lo haré sin mencionar la personalidad del editor-impresor-encuadenador, cada vez más experto en el dominio de una artesanía que, como ha contado en un hermoso poema de su último libro, aprendió de su padre y en su memoria lo cultiva, con excelente gusto y notables resultados. No creo equivocarme si digo que, también en esto, como seguramente en otras facetas, con ser mucho lo logrado, aún nos quedan grandes sorpresas por vivir. No me extiendo más. Es hora de escuchar al poeta. Ahora sí, uno, entero y verdadero.