Asombra que la Asociación Española de Críticos Literarios le acabe de conceder su premio anual de poesía en lengua vasca al etarra Joseba Sorrionaindía.
Porque cuesta imaginar a un poeta tomándose un descanso para salir a pegarle un tiro en la nuca a un pobre hombre y, después, concluir dulcemente un hermoso verso.
Sorrionaindía, condenado a 27 años de cárcel, huyó en 1985 en los altavoces del cantante Imanol, tras un concierto en la prisión. Ahora, Eta quiere matar a Imanol porque ya no aplaude sus asesinatos.
Cuando pensamos en poetas evocamos a románticos como Larra, que se disparó un balazo por un amor imposible, y olvidamos a algunos criminales, igualmente delicados y sensibles.
En la China imperial, los verdugos tenían que escribir bellos versos patibularios, y en Roma, el sanguinario Nerón recibía laureles de la aterrada Asociación de Críticos de la época.
Siempre hubo grandes poetas extremadamente violentos. Quevedo sacaba a la vez la afilada espada, la mala lengua y su portentosa pluma venenosa. Thomas de Quincey describió a estos talentos en “Del asesinato considerado como una de las bellas artes”.
Las “Obras Completas” de los dictadores están llenas de poemas: Franco puso versitos en su librillo “Raza”, y Stalin y Mao eran definidos en vida como los mayores poetas de la historia por los aterrorizados críticos.
Terror que debieron pasar algunos de los que premiaron a Sorrionaindía cando recibieron su candidatura: incluso lo calificarían como el mayor poeta de la historia.