Pedro Paricio Aucejo
A lo largo de la historia de la literatura española, la vida y la obra de santa Teresa de Jesús ha ejercido un atractivo generalizado entre nuestros escritores. Raro es el autor nacional que no haya apreciado el pensamiento de la Santa, su estilo literario, la espiritualidad de su mística, el coraje de sus fundaciones religiosas o su talante como mujer extraordinaria. Esta seducción no viene de épocas recientes sino que arranca ya desde el propio Siglo de Oro en que vivió la monja de Ávila.
En esa centuria de florecimiento cultural de España, la literatura devocional adquirió su momento de esplendor, en buena medida como consecuencia de la nueva espiritualidad potenciada por la Contrarreforma y los principios religiosos aprobados en el Concilio de Trento (1545-1563). Ello favoreció la instalación en nuestro país de un clima de ardiente espiritualidad, que hundía sus raíces en la tradición cristiana más escrupulosa. Esta situación propició el surgimiento de una poesía española al servicio del fervor religioso, recogida en sí misma y de formas clásicas.
Es la confluencia de estos tres factores –el carisma personal de Teresa de Ahumada, la brillantez cultural del momento histórico y la piedad nacional de este período– lo que permite explicar que la carmelita universal se convirtiera, ya a los pocos años de su fallecimiento, en objeto de exaltación poética por buena parte de los mejores vates áureos. Este tratamiento –abordado por el filólogo Fidel Sebastián (1948)¹– se desencadenó especialmente con ocasión de su beatificación en 1614. Para celebrar dicho acontecimiento se convocaron en toda España certámenes literarios que encumbrasen su figura.
Así, en Madrid, se encargó la tarea de pronunciar la oración y el discurso inicial de aquel evento a Lope de Vega (1562-1635), algunos de cuyos versos aluden muy directamente al motivo que se festeja: “Hoy os paga los pasos vuestro Esposo / que diste por España, dando al mundo / noticia de que fueron tan gloriosos / beatificando vuestra ilustre vida… / a devoción, a instancia, a afecto y ruego / del augusto Felipe, Hermenegildo, / y de todos los grandes y señores, / de todos los prelados y hombres doctos / y de las religiones, que se alegran / de ver que una mujer pudiese tanto / que haya dado en la Iglesia militante, / descalza, una carrera de gigante…”
A uno de esos certámenes concurrió también Miguel de Cervantes (1547-1616), al menos con un poema que comienza: “Virgen fecunda, madre venturosa”, dedicando la parte central a cantar el tema exigido: “que poco a poco subes / sobre las densas nubes / de la suerte mortal, y así levantas / tu cuerpo al cielo sin fijar las plantas, / que ligero tras sí el alma le lleva / a las regiones santas / con nueva suspensión, con virtud nueva”.
También Luis de Góngora (1561-1627) dedicó en aquella ocasión un romance, que comienza con estos versos: “De la semilla caída, / no entre espinas ni entre piedras, / que acudió a ciento por uno / a la agradecida tierra”.
En los primeros años del siglo XVII, el aragonés Bartolomé Leonardo de Argensola (1562-1631) elaboró un soneto titulado A santa Teresa de Jesús, al que pertenecen los siguientes versos: “A su Teresa Cristo, en visión clara, / que no sufrió ni transparente velo, / ´si no hubiera criado, esposa, el cielo, / para ti sola –dijo– le criara´”.
En 1622, con ocasión de la canonización de santa Teresa, la Villa de Madrid convocó una nueva ´Justa poética´ que encargó también a Lope de Vega. Con este motivo, Pedro Calderón de la Barca (1600-1681) compuso un romance, Descripción del Carmelo y alabanzas de santa Teresa, que comienza así: “En la apacible Samaria / hacia donde el sol se pone…”; y un soneto A un altar donde estaba una imagen de santa Teresa en una nave, que dice: “La que ves en piedad, en llama, en vuelo, / ara al suelo, al sol pira, al viento ave, / Argos de estrellas, imitada nave, / nubes vence, aire rompe y toca al cielo. / Esta, pues, que la cumbre del Carmelo / mira fiel, mansa ocupa y surca grave, / con muda admiración muestra suave / casto amor, justa fe, piadoso celo”.
El propio Lope de Vega escribió otro famoso soneto dedicado a la transverberación del ángel a Teresa, del que destacan los siguientes versos: “Herida vais del Serafín, Teresa, / corred al agua, cierva blanca y parda, / que la fuente de vida que os aguarda, / también es fuego, y de abrasar no cesa… / Con razón vuestra ciencia el mundo admira, / si el seráfico fuego a Dios os junta,/ y cuanto veis en él, traslada el alma”.
Y, en fin, en 1625, el Fénix de los ingenios produjo otros siete sonetos teresianos, que publicó en sus Triunfos divinos. En el dedicado a la divina inspiración de los escritos de Teresa, su primer cuarteto dice: “Si el Espíritu Santo os va dictando, / discípula del sol, luna estudiosa, / la luz que os comunica milagrosa, / ¿qué serafín alcanza más mirando?”. Y termina diciendo: “Nadie igualdad con vos, virgen, presuma, / pues la mano de Dios, que el alma informa, / os van llevando al escribir la pluma”.
¹Cf. SEBASTIÁN MEDIAVILLA, Fidel, “Teresa de Jesús, objeto de la literatura”, en Monte Carmelo, Revista de Estudios Carmelitanos, Burgos, vol. 123, núm. 2, (2015), pp. 351-401 [Edición digital en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Alicante, 2015].
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