Bastien Vivès es como el Movimiento del 15 M. Le queda todo muy bonito, da cosita hablar en contra de él porque quedas como un tío chungo, y al final no se le saca la chicha que prometía en un principio. Que sí, que es un fiera en su dominio del trazo, que posee una fantástica capacidad de contar en imágenes, y que busca la pureza expresiva utilizando los elementos justos, esenciales, sin desperdiciar una gota de tinta. Pero a mí ese interés en la investigación de la línea, muchas veces descuidada, me aburre. Su última obra publicada, Polina, parece que cuenta una historia diferente a sus obsesiones de adolescente torturado por, oh, los conflictos del corazón, pero acaba cayendo en los mismos tics de pijerío, gente guapa y jovencitos caprichosos de siempre. Y a mí ya se me ha pasado la edad. Me importa un ardite lo que me está contando. Y en el aspecto formal, su persecución de la pincelada definitiva, me satura.
Como es habitual, en Polina se toma su tiempo para expresar emociones y estados de ánimo, pero esa sucesión de páginas cubiertas de elegantes pasos y ceños fruncidos, de viñetas en las que los fondos desaparecen para focalizarse en el movimiento de la danza, me dejan frío. Vivès recuenta el mito de Pigmalión con el profesor apasionado pero externamente gélido y la alumna insegura. Aparte del desarrollo poco arriesgado y bastante tópico en muchos casos, Polina es una metáfora de la propia búsqueda de Vivès. Es la figura del profesor la que domina la portada, y leyendo la historia me siento como si yo fuera otro alumno al que el autor, encarnado en ese profesor, abronca por no ser capaz de comprender la pureza de su arte. Porque Bastien Vivès también me trae a la mente Operación Triunfo. Si Bob Dylan concursase ahora en ese programa, no pasaría las pruebas de selección y lo despacharían con un chascarrillo. Y si Vivès hubiera presentado esos rayajos en un examen de dibujo, me da que se hubiera marchado con un aprobado gustito.
Fran G. Lara
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