Ahora es oficial, pero de todos modos ya lo era antes, implícitamente, en las sonrisas postizas ante las cámaras y los suspiros aliviado tras los bastidores. Y es que nuestros gobernantes podrán dominar el arte de la mentira electoralista y la persuasión maquiavélica; pero cuando sonríen de esa forma, siempre se les ve el plumero.
Casi un mes después de que explosionara la bomba de relojería del ébola, la enferma Teresa Romero ha superado la enfermedad. Aún falta la confirmación del segundo test, por supuesto, pero el primero presenta un índice de efectividad tan ridículamente alto que invita a cantar victoria.
Y sin embargo, a pesar de significar esto que se ha superado una crisis sin precedentes que podría haber desembocado en un desbarajuste de proporciones épicas, los únicos que sonríen son ellos: los políticos, esa raza extraña de individuos parlanchines que tanta devoción tienen por las cámaras, ciertamente digna de estudio. Y es que nadie puede explicarse a día de hoy qué hay en ellos que funciona tan rematadamente mal, qué clase de circunstancia certifica la razón por la cual sus mentes operan tan deficientemente. Y el problema reside precisamente en el hecho de que no sonríen ni por el bien de Teresa ni el de la ciudadanía, sino por el suyo propio; porque, como viene siendo ya tradición desde hace unos años, en la gestión de esta crisis el gobierno ha vuelto a protagonizar un ridículo digno de las más deliciosas ocurrencias del dramaturgo Beckett.
¿Quién, en su sano juicio, iba a sonreír? Teresa no, desde luego. No tras ver su vida puesta en peligro por la negligencia de una ministra que aseguró tener preparadas las instalaciones y los dispositivos de seguridad requeridos, cuando se ha demostrado que ningún hospital español pasa del nivel 2 de seguridad (requiriéndose un nivel 4). No tras haberse enterado por los medios, y no por sus médicos, de que estaba infectada. No tras haber sido insultada, despreciada y tachada de mentirosa por el consejero de sanidad madrileño, que nutrió la polémica con coloridas declaraciones como la de que «no es necesario tener un máster para aprender a ponerse un traje», menoscabando la profesionalidad de una trabajadora que en realidad había recibido una formación insuficiente. Y, desde luego, no después de que le expliquen que han incinerado a su perro, tan sólo por la vaga probabilidad de que hubiese podido contagiarse (a pesar de que no esté probado que los perros sean transmisores de la enfermedad), en un tentativa desesperada por parte del gobierno por aparentar que saben lo que se traen entre manos.
Tampoco sonreirá el marido de la infectada, claro está. El hombre, aislado por precaución pero sin síntomas, ha podido seguir de cerca la actualidad mediática en torno a su caso y ha hecho varios comunicados increpando a las autoridades por su falta de responsabilidad y su pésima gestión de la situación, y asegurando que emprenderá acciones legales para depurar responsabilidades. Una figura incómoda para el gobierno; sin duda, la causa de esos temblores fortuitos entre impostadas sonrisas de falsa seguridad.
No sonreirán tampoco los trabajadores sanitarios y los sindicatos de médicos, que han visto en esta crisis tan sólo la culminación calamitosa del temerario proceso de desmantelamiento de la sanidad pública que viene llevando a cabo el PP en Madrid desde la llegada al poder de Esperanza Aguirre, y contra el cual se han manifestado reiteradamente los últimos años. Y no sólo por ello, sino también por la grave falta de respeto a su profesión que ha supuesto la gestión de la crisis; solamente tras estallar la polémica se ha creado un comité integrado por profesionales, cuando está claro que no se tuvo en cuenta su opinión debidamente a la hora de repatriar a los enfermos de ébola, ni tampoco a la hora de preparar el dispositivo, y ni siquiera en cuanto Teresa Romero fue ingresada. Pero la costumbre que tiene la clase política por menospreciar la labor de los profesionales de este país viene de lejos y no es ninguna sorpresa; si no, que le pregunten a Esperanza Aguirre (otra vez).
Y aún menos sonreirá la ciudadanía, por descontado. ¿Qué pensará toda España tras haber presenciado angustiada esta tragedia esperpéntica en dos actos (el primero bajo la batuta de la ministra Mato, el segundo bajo la de la vicepresidenta, con un intermedio de incómodo incerteza entre ambos)? Porque la gestión no podría haber sido más desacertada, empezando por la falta de información que desde el principio ha acusado tanto la ciudadanía, lo cual podría haber degenerado en una crisis de histeria colectiva de no ser porque no ha habido más contagiados. La rueda de prensa que protagonizó la ministra de Sanidad, y que en realidad no consiguió más que confundir aún más a la ciudadanía y hacerla dudar del entendimiento de la propia ministra (que no paró de evadir preguntas y remitirse constantemente a sus acompañantes para que respondieran por ella), ha sido tildada por un experto como el «ejemplo perfecto de cómo no debería hacerse una rueda de prensa, digna de estudio en las universidades». El cambio de estrategia, sin embargo, tampoco mejoró en gran medida la situación, que había quedado ya exclusivamente en manos de la supuesta efectividad de un tratamiento experimental: de un golpe de timón, Rajoy desautorizó a la ministra para poner a la vicepresidenta al mando, en otro esfuerzo estéril por transmitir una seguridad inexistente. Y todo esto, sin hacer dimitir a nadie. Y es que el verbo dimitir no es uno que se conjugue con mucha asiduidad en España. Para empezar, Ana Mato ya debería haberse apartado de la política hace tiempo, cuando se vio enredada en la trama Gürtel.
Y, por si fuera poco, uno pensaría que nuestro presidente se burla de nosotros cuando, extasiado tras la noticia de que en Estado Unidos también ha habido un contagio de características similares, se ha excusado ante los medios declarando que, sencillamente, «en Occidente no sabemos mucho del ébola». Es decir, que mientras una mujer se debatía entre la vida y la muerte, y la ciudadanía salía a la calle a protestar por el asesinato innecesario de un perro o se quedaba en casa preguntándose qué caray es esto del ébola, a Rajoy le pareció acertado coleguearse con los grandes para intentar disimular que sus justificaciones cojean de varias patas a la vez.
Pues permítame el presidente que utilice este espacio de libre expresión para exponer cuán erróneo es comparar la situación de España con la de Estados Unidos, entre las cuales las similitudes son más bien pocas. Porque, mientras aquí se culpabiliza a la víctima, allí se la encumbra como la heroína que es por haber arriesgado su integridad física para tratar a un enfermo; porque a Teresa no se la ingresó hasta cinco días después de presentar fiebre (por considerar que era baja, a pesar de haber estado ella en contacto con un enfermo de ébola), y en cambio Nina Pham, la enferma infectada en Estado Unidos, fue ingresada y aislada de inmediato en cuanto tuvo fiebre; porque las autoridades no han hecho autocrítica alguna, mientras que allí se ha asegurado que se revisará exhaustivamente los protocolos; porque el piso de Teresa Romero no fue desinfectado hasta tres días después de su ingreso, mientras que allí tardaron menos de veinticuatro horas; porque aquí han asesinado a un perro, mientras que allí lo han tratado humanitariamente y han decidido aislarlo; y un largo etcétera. Definitivamente, Pilar Rahola tiene toda la razón cuando dice airadamente que este es un «país de chirigota», una «república bananera» en que todo lo que puede salir mal no solamente sale mal, sino encima de la forma más ridícula posible.
Me gustaría acabar con una reflexión, en referencia a la opinión incendiaria de una mujer con respecto al asunto que nos traemos entre manos, y cuya identidad no revelaré: que, en realidad, para todos hubiese sido mejor que la pobre Teresa Romero muriese, «para que por una vez los políticos no se salvasen el culo tan descaradamente como siempre». ¿Podría ser que nuestra contribuyente tenga razón? Esperemos que no; porque, el día que sea así, significará que este país habrá caído no ya en el ridículo, sino en la desgracia más absoluta.