Artículo publicado en Diario 16, el 4 de febrero de 2017, con el título Pon un sabio en tu lista.
Considero que la solución a los problemas de la política no pasan por meter en casa al pensador, sino por dejar de excluir el pensamiento
Pablo Iglesias integrará en su lista de nombres para dirigir Podemos al Catedrático de Ciencias Políticas y Sociales Vicenç Navarro, hecho que no resulta extraño. Es más bien común que un partido político impulse a personas de reconocido prestigio y valía académica como cargos ejecutivos o de representación. Pero hay un perfil de académico muy concreto, el procedente de las humanidades y las ciencias sociales (artistas, filósofos, teóricos políticos, sociales, del derecho, etc…), que quizás no sea muy buena idea enfangar en política. Supongo que se preguntarán por qué, así que no quiero dejarles con la duda.
Soy un politólogo en transición hacia la filosofía política y del derecho (doctorado mediante). Fui militante de un PSOE del cual salí harto por la falta de coherencia de la dirección frente a sus bases (la nueva Gestora Federal me da la razón). Hoy soy activista e investigador en filosofía y veo las cosas de otra manera. Considero que gran parte de los problemas que tienen los partidos y las sociedades nacen de la falta de reflexión, cordura y coherencia en sus discursos y acciones.
Si bien esta crítica no es novedosa, tal vez lo sea la siguiente: considero que la solución a los problemas de la política no pasan por meter en casa al pensador, sino por dejar de excluir el pensamiento. No creo que incluir a estas personas en la dirección o las instituciones sea la solución; lo que no debe faltar es su voz y sus reflexiones. Flaco favor se hace a la política al demandar los servicios de gente como Gabilondo (PSOE) o García Montero (IU) (por mencionar algunos de los que más simpatía despiertan en mí) en las trincheras.
La vida de partido es laboriosa y desagradecida con las ideas. Además, requiere un tipo muy específico de persona hecha para la acción. La vida de partido y, por ende, la que se da en las instituciones, requiere gente de acción, no de pensamiento. Los que en determinado momento decidimos tomar la vía de la investigación y la reflexión –considero– deberíamos ceñirnos a ello. ¿Significa esto que estas personas no pueden tener actividad política? No, en absoluto. Una catedrática de filosofía moral no está, de ninguna manera, invalidada para ser ministra o presidenta. De hecho, muy probablemente llegue a ser una gran gestora. Sin embargo, ¿dónde quedará su virtud como pensadora cuando el frenetismo de lo actual engulla sus espacios de silencio y reflexión? Dejará de ser productiva en lo intelectual, y eso es lo que me preocupa. ¿Alguien cree que Zygmunt Bauman habría alcanzado tan longeva edad, con tal producción de pensamiento, si se le hubiera ocurrido enfangarse en política? Éste es el meollo de la cuestión.
La política es una actividad frenética. Uno de los motivos por los que abandoné temporalmente ésta fue porque me di cuenta de que depara una vida que impediría pensar al mismísimo Aristóteles. Quizá esto tenga que ver con su estrecha relación con el Derecho, que al ser en gran medida preestablecido, pautado y difícilmente opinable, tiende a coartar el pensamiento. O quizá tenga que ver con ser una actividad social altamente interactiva, lo que habitualmente excluye la existencia de espacios de silencio. Sea por el motivo que sea, la política activa es un lugar del que toda persona dedicada al pensamiento –ya sea al político, artístico o de otra índole– debería huir.
Pero no me malinterpreten, no hago un alegato por ese distanciamiento filosofía-realidad que recientemente podíamos leer en palabras de González Ferriz. Tampoco hago un alegato en favor de algo así como el gobierno de los juristas. Todas las personas deben poder aspirar a liderar. No obstante, esta es mi aportación de cara a los próximos procesos orgánicos: los nuevos liderazgos deberían tender a configuraciones que eviten enfangar a este perfil de gente, es decir, que eviten meter al bombero en el incendio.
Lo óptimo –siempre en mi humilde opinión– sería tender hacia culturas de partido que:
- Revaloricen la figura del intelectual (de renombre o no). No por encima de otros perfiles; sí con un rol diferenciado. Si al periodista se le prima en labores de comunicación, ¿por qué no se prima al pensador en otros roles afines a sus habilidades? Subyace un concepto sencillo: división del trabajo.
- Se recupere el otrora relevante papel de los centros de pensamiento de los partidos. Cada vez que un órgano dedicado a fomentar el pensamiento desde la militancia ese partido muere un poquito.
- Se institucionalicen consejos de la sabiduría como el grupo de expertos que puso en marcha en la última campaña electoral Pedro Sánchez. Quizás yo habría elegido otro once inicial, pero la iniciativa fue buena. ¡Ya basta de que todo lo decidan los gurús de la comuncación!
Me es difícil imaginar lo positivo de un contexto en el que se viera amenazado el liderazgo intelectual de excelentes pensadores como Victoria Camps, Ramón Cotarelo, u otros que han sido y son maestros para mí como Javier de Lucas o Fernando Vallespín, al seguir el camino de quienes legítimamente entraron en política perdiendo –en mi opinión– la debida distancia con la realidad que la reflexión requiere.
Un claro ejemplo a seguir es del catedrático Joan Romero. La vorágine de la política le dejó escapar, y hoy los que estudiamos en la Unviersitat de València reconocemos de manera unánime que tuvimos suerte de recibir sus lecciones. Ciertamente, en su momento constituyó un liderazgo político de la izquierda en la Comunidad Valenciana. No obstante, creo que tanto él como los que de aprendimos de él y seguimos haciéndolo agradecemos que llegado el día decidiera volver a su casa, a la casa del pensamiento.