(Resumen de lo publicado: El monstruo del bosque, un feroz pelecanímimus se aproxima a Poncho con las fauces abiertas. Nuestro protagonista se prepara para el fin)
- ¿Dónde está el rey? –dijo la bestia.
- El… rey. No sé –contestó lánguido el coleóptero, abriendo un solo ojo, en espera de la dentellada que acabaría con sus preocupaciones.
- Qué raro… suele ser puntual.
- ¡Salve, Toribio! –dijo un todavía púber iberonepa al que portaban en un baldaquino, rodeado de una cohorte de chinches vestidos con suntuosas capas y ostentosos sombreros de fieltro.
- Ah, estás aquí. Ya decía yo…
Poncho no lograba comprender que se pudiera dialogar como si tal cosa con un monstruo al que cada día se debía rendir tributo de sangre. Por muy educados que fueran los nipas, aquello excedía claramente cualquier regla de cortesía.
- ¿Me has preparado ya el almuerzo de hoy? –continuó el pelecanímimus.
- Pues, verás. La población reclusa se ha reducido drásticamente, pero aún tenemos algún delincuente común en los calabozos…
- No perdamos el tiempo con cháchara, entonces. Ya es bastante desagradable toda esta situación –dijo Toribio, sacudiéndose el fango de las patas para volverlas a introducir en el mismo sitio.
Puesto en pie sobre su mínimo hábitat insular, el empresario asistía atónito a aquella surrealista discusión sobre política penitenciaria, sin dar crédito a cuanto oía. Los humores digestivos con que la cercana respiración del dinosaurio le había obsequiado debían tener efectos psicoactivos y estaba alucinando.
- Es que creo que hoy podemos ofrecerte una opción mejor –dijo el joven monarca.
- Tú diras.
- Hay un tipo de violencia que se ejerce de modo manifiesto sobre los semejantes –tomó la palabra el chambelán, que ejercía de valido, ante la mirada solícita de su soberano- y otra subrepticia, más difícil de focalizar pero cuyos efectos son aún más devastadores.
- ¿Qué quieres decir?
- El capital oprime a los trabajadores, sometiéndoles a su mandato imperativo, ya que la única alternativa que resta a la esclavitud es el hambre. Este escarabajo es un explotador que nos tiene subyugados ante la perspectiva del paro, pues nuestra tierra es pobre en recursos y carecemos de toda industria…
- Pero, ¿qué estás diciendo, desgraciado? –dijo Poncho, cuyo caparazón estaba tomando un poco saludable tono bermejo- Eso no es verdad. Yo siempre he mirado por el bien de este pueblo. No estaría aquí si no…
- Tenemos testigos –le interrumpió el chambelán.
Judas surgió de su escondite, tras la comitiva real. Atraída por el rumor de que la víctima propiciatoria de aquella jornada no sería un belostomátido, la gente empezaba a asomar por los alrededores, con cierta cautela pero mayor curiosidad.
- Cuanto ha dicho Su Señoría es cierto, señor –afirmó Judas-. Soy el encargado de la gestión del gimnasio del señor Pilates, conforme a sus instrucciones, que son, en resumen, maximizar beneficios y minimizar costes. Solo le preocupa disfrutar de sus extractos bancarios.
- ¡Judas! –le espetó el coleóptero- ¿cómo puedes soltar tal sarta de mentiras y quedarte tan ancho? ¿qué te han prometido? ¿acaso quieres quedarte con el negocio de esta forma tan vil? Podrías habérmelo dicho, te lo habría traspasado. Ya estoy viejo y cansado, y sabes que estaba empezando a pensar en retirarme...
Toribio el pelecanímimus asistía a aquel espectáculo insólito, algo desorientado por el curso de los acontecimientos. Miraba a unos y a otro sin terminar de comprender lo que estaba pasando. La gente había comenzado a formar un corro y cuchicheaban sin pudor, olvidando su tradicional sentido de la urbanidad.
- Señor –continuó Judas-, de todos es conocido cómo hacen su fortuna los escarabajos peloteros. Empleados por los banqueros saurópodos, se encargan de separar sus gastrolitos, nuestra moneda, del resto de los desechos procedentes de su digestión con los que hacen esas gigantescas bolas que almacenan en sus despensas y no declaran a Hacienda, al considerarse residuos sin valor en la normativa numismática. No conformes con este alegal pago en especie y el sueldo que tienen asignado, camuflan entre los excrementos pequeños gastrolitos, los más valiosos, que ingresan en paraísos fiscales o invierten en empresas que les hagan aún más ricos.
- No puedo hablar por mis semejantes –dijo Poncho con la voz quebrada bajo la atenta mirada de la multitud, expectante-, pero yo jamás he robado un gastrolito. Aún siendo cierto que la legislación fiscal no grava las bolas con las que alimento a mis hijos, esto no debe atribuirse sino a quien hace las leyes. Aunque quisiera declarar su valor, la Administración Tributaria no les daría ninguno. Mis inversiones han sido siempre fruto del esfuerzo y del ahorro. Comencé con un pequeño gimnasio en un cuartucho en el que apenas cabían cuatro o cinco clientes, con la intención de que mis conciudadanos redujeran su nivel de colesterol y de que mis hijos no tuvieran que dedicarse a la desagradable misión de escarbar entre los restos de los saurópodos…
- Ahora nos vas a contar que no te gusta la mierda…
- Pues claro que me gusta, ¿a quién no? –el pelecanímimus torció el gesto. Aquellos comentarios contribuyeron un poco a calmar su voraz apetito-. Lo desagradable es encontrar a compañeros aplastados por las pisadas de algún saurópodo despistado o que el resto de especies te señalen con el dedo acusándote sin pruebas de apropiarte de lo ajeno. Mi método de gimnasia tuvo una aceptación inmediata y casi me vi obligado a ampliar las instalaciones. Me sonrió el éxito y ahora dispongo de una cadena de gimnasios que me permite vivir holgadamente, pero no he conseguido mi objetivo. Ninguno de mis hijos se ha mostrado interesado por el negocio y solo piensan en divertirse.
- El señor Pilates me readmitió en la empresa cuando intenté establecerme por mi cuenta y fracasé –dijo una voz entre la muchedumbre.
- A mí me siguió pagando cuando me lesioné una pata y tuve que guardar cama tres meses –dijo otro-, aunque pude oír a Judas decirle que no era “un buen precedente”. Siempre se ha portado bien con nosotros.
Judas enmudeció y retrocedió intentado evadirse entre la masa, pero un alguacil le retuvo, agarrándole por el protórax.
- ¡Basta ya! –gruñó Toribio, provocando el mutismo inmediato de los congregados-. El trato era un reo al día, ¿dónde está?
Al rey comenzaron a temblarle las patas. El chambelán dio una orden al oficial más cercano, que marchó inmediatamente al calabozo.
- ¿Acaso os podéis hacer una idea de lo que supone para un depredador de más de dos metros reducir su ingesta de proteínas a un mísero insecto diario? Hace años que padezco insomnio porque mi estómago ruge rabioso toda la noche. He intentado hacerme vegetariano, pero cuando tomo mucha verdura las tripas se me revuelven y acabo descompuesto. Tengo una halitosis que a mí mismo me produce repugnancia, fruto del lamentable estado de mi sistema digestivo. No puedo vencer a mi naturaleza, por más que quiera. Deberíais estar agradecidos de que no devore toda vuestra colonia para satisfacer mi apetito, en lugar de llamarme monstruo...
- Señor, nosotros no… -dijo el reyezuelo.
- No me interrumpas. La naturaleza también me ha dotado de un oído extremadamente fino. Trato de ignorar vuestras ofensas y me limito a intentar ser coherente con mis ideas. Pensaba que érais una sociedad avanzada, que podíamos colaborar, liberándoos de los especímenes más dañiños, pero veo que no dudáis en traicionar vuestros principios en cuanto veis que podéis obtener provecho de ello ¿Qué tipo de moral es ésa?
- Señor, aquí está el reo –dijo el alguacil, estirando las antenas marcialmente.
Al infortunado chinche que le acompañaba gimoteando, cargado de cadenas, las patas no le respondían y el oficial debía fustigarle para que avanzase. Apenas era un crío.
- Tiene razón –dijo el valido real-, nosotros no somos quien para decidir cuál será la víctima más adecuada para el sacrificio. Puede devorar a este ladronzuelo incorregible, que cree que puede tomar lo que desee del almacén de larvas de libélula con la mera excusa de dar de comer a sus huérfanos hermanitos, apenas unas ninfas, o al rollizo empresario preso de ese islote, que se ha enriquecido con la excusa de acabar con el sobrepeso de sus semejantes, cuando basta verle para comprender que no es el más indicado para hablar del asunto. Hágase su voluntad, nosotros nos lavamos las patas en la charca.
El preso se desmayó y su guardián se vio obligado a sujetarlo entre sus patas para evitar que cayera al suelo. Poncho revivió el final que había previsto al ver llegar al terópodo, aunque esta vez no estaba tan seguro de que hubiera valido la pena. Desplegó los élitros y trató de agitar las alas, pero el barro se había secado y no pudo despegarlas del tórax.
El pelecanímimus estiró las suyas y las volvió a recoger. Crujió el cuello, torciéndolo a ambos lados, meneando de forma cómica la cresta y la bolsa bajo el pico. Dio un par de pasos al frente y, al removerse el lodo, quedaron al descubierto un par de peces teleósteos que salieron disparados para volver a sumergirse entre el fango, lo más lejos que pudieron.
- Ya he tomado una decisión –dijo.
El joven rey suspiró aliviado y su valido le dirigió una mirada cómplice, pavoneándose de su capacidad diplomática. El monstruo abrió sus fauces y los devoró a ambos del mismo bocado. Después siguió con todos los consejeros, alguaciles y el resto de oficiales. La multitud emprendió la carrera, aplastándose unos a otros en la estampida. Unos se sumergieron, otros salieron volando. En cuestión de segundos, tan solo quedaban en la escena el joven delincuente desvanecido, Poncho y Toribio, que se acercó a él con los restos de las patas de los hemípteros aún colgando entre los dientes, chorreando sangre. La bolsa bajo su pico estaba repleta de provisiones.
- No deberías preocuparte por el comportamiento de tus descendientes –dijo el pelecanímimus, entre eructos de satisfacción-. A fin de cuentas, solo siguen los instintos de su especie. Y tú, como yo, no nos hacemos ningún bien tratando de esquivar nuestra naturaleza. Jubílate y disfruta de lo que has conseguido con tanto esfuerzo.
- Siempre les tuve presentes. No es tan sencillo. Pero lo intentaré.
- Ha sido un placer. No es habitual encontrar a gente íntegra.
- Lo mismo digo.
- Una última cosa…
- ¿Sí?
- ¿De verdad está buena la caca de saurópodo?
- Aunque sea tirar piedras contra mi tejado, mejor sigue tu instinto. Cada uno está hecho para lo que está hecho. Ademas –esbozó una sonrisa-, no quisiera tener que competir por el alimento con alguien de tu tamaño.
- Jajaja. Sí, tienes razón. Salud, amigo.
- Salud.
El pelecanímimus se internó en la foresta aprovechando la ruta que había abierto en su llegada. Desde la charca podía escucharse el eco de una cancioncilla popular que iba gorjeando hasta que se perdió en la espesura. Poncho puso sus alas en remojo para ablandar el barro, frotándolas delicadamente con las patas traseras. “Cuando me vea mi mujer llegar con estas pintas…” Entonces, pensó que había llegado la hora de emprender aquel viaje de novios a Gondwana que no pudieron hacer en su momento. Las nubes habían desaparecido y el sol brillaba con fuerza en el centro de la bóveda celeste.
CHARLIE CHARMER