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Ponga un síndrome en su vida (IV)

Publicado el 23 marzo 2010 por Kotinussa

Escribí las partes I, II y III de este post en plan de guasa, pero la cosa ha terminado por no tener ninguna gracia. Hace sólo unos días nos han informado de la salida de la nueva edición del DSM que es, para entendernos, una especie de catálogo de los trastornos mentales. Se constata con sorpresa que en cada edición el número de conductas entendidas como trastorno mental casi se doblan. En unos años han pasado de ciento y pico a más de ochocientos.

“Piensa mal y acertarás”. Aplicando este dicho otras personas, muchísimo más doctas que yo en la materia, sostienen que esta multiplicación exagerada de lo que se considera enfermedad mental se debe al interés económico de la industria farmaceútica por medicalizar cualquier aspecto de la conducta humana. Así, todo se arreglaría con determinado medicamento.

No es la primera vez que oigo este razonamiento. El lenguaje, de forma inconsciente, llega, en palabras de los interesados, a calificar como enferma a una mujer embarazada y sana. Cualquier faceta del carácter de una persona se califica como un desorden que, por supuesto, tiene una medicina para tratarlo. Es la nueva táctica de la industria farmaceútica: se inventa una enfermedad y se crea la necesidad de un medicamento que, ¡oh casualidad!, ellos fabrican.

Podría poner muchísimos ejemplos para que se vea lo absurdo de este nuevo “catálogo” de las enfermedades mentales pero me detendré sólo en uno para poder hablar con conocimiento de causa. Lo que siempre hemos considerado timidez en el DSM es algo llamado “fobia social” y, por supuesto, existe el medicamento apropiado para ello. Según las características que se exigen para que algo sea considerado “fobia social”, ya en el año 2002 había 33 millones de norteamericanos que entrarían en el apartado de enfermos mentales sólo por este concepto, lo que nos demuestra la exageración de dicha calificación. Contemplando el conjunto de los trastornos incluídos en el anterior DSM, en ese año la quinta parte de la población de EEUU, nada menos, padecería de algún trastorno mental.

Sé de lo que hablo. Yo fui una niña muy tímida. Durante muchos años hice de todo para pasar desapercibida. A pesar de la tremenda presión que había en mi casa para que sacara las mejores notas posibles (sólo valía el sobresaliente, lo demás era un fracaso), era capaz de no levantar la mano en el colegio para contestar a una pregunta que sabía, sólo por no llamar la atención. A los 17 años, en mi primer curso en la universidad, decidí que me estaba perdiendo demasiadas cosas, y me propuse acabar con esa timidez. Me inventé mi propio sistema. Empecé por presentarme voluntaria a elaborar cualquier trabajo que exigiera una exposición pública del mismo. Poco a poco le fui quitando importancia a eso de hablar en público, incluso a exponerme a que al final me hicieran cualquier pregunta de aclaración sobre el tema.

Está claro que no fue cosa de una semana. Con 18 años, durante una fiesta en una noche de verano, mi amiga C., amiga del alma desde el colegio, fuimos abordadas por dos chicos muy simpáticos, divertidos, educados y atractivos. Mi amiga tenía un aspecto angelical, con ojos azules y pelo rubio. Yo nunca fui un bellezón despampanante pero con 18 años, una piel estupenda, una melena preciosa, un tipo esbelto y unos ojos verdes que llamaban la atención, cualquier chica resulta, cuando menos, mona. Pero a mí me entró un ataque de pánico. En una visita conjunta al baño, C. y yo cambiamos impresiones sobre lo ocurrido hasta el momento. A cada una por separado los chicos nos habían propuesto ir a la playa al día siguiente, lo más normal del mundo. Y yo, incapaz de aceptar a pesar de lo que me gustaba el que me había tocado en suerte, me inventé una historia de lo más complicada para justificar mi imposibilidad, no sólo de ir a la playa, sino de verlo siquiera. C. aceptó la invitación del suyo, y cuatro años más tarde se casaron. Y hasta hoy. No sé si a mí me hubiera pasado lo mismo, pero eso es lo de menos. Como mínimo lo hubiera pasado bien.

Siguió pasando el tiempo y, una vez que ya no me importaba en absoluto presentarme en público y hablar de lo divino y lo humano, avancé un paso más en mi plan. Entré en un grupo de baile flamenco, sin tener ni idea previa del tema. Y llegó un momento en que se presentó la ocasión de bailar en público. Y nada menos que en un teatro. Y nada menos que inaugurando el espectáculo. Y nada menos que como solista. Lo hice, y sobreviví. Y así, poco a poco, me quité la timidez. Hoy día soy capaz de cualquier cosa. No pongo ejemplos por no romper mi tónica habitual de discreción, pero que cada uno se imagine lo que quiera.

Si yo hubiera nacido en esta época me hubieran llevado a un psicólogo o a un psiquiatra, que me hubiera colgado la etiqueta de fóbica social y me hubiera medicado. Supongo que el llevar esa etiqueta me hubiera hundido un poquito más en la miseria y, desde luego, ni siquiera se hubiera planteado que yo podía cambiar mi forma de ser sin ayuda de un médico y sin medicación.

Lo que he leído no es una opinión exagerada. En mi pequeño instituto tenemos cada vez más niños tratados por psiquiatras o psicólogos. Según el nuevo DSM, el hecho de que un niño esté triste o llore, si es pequeño, cuando se separan sus padres, ha sido pasado a considerar “síndrome de alienación parental”, aunque no haya malos rollos entre los padres; cualquier persona con el ego un poco subido padece un “trastorno narcisista de la personalidad”; los niños maleducados y consentidos que han aprendido lo fácil que se consigue todo con una rabieta padecerán un “trastorno de alteración del humor con disforia”; aquellos a los que, entre otras cosas, les gusta ser el centro de atención, padecen un “trastorno histriónico de la personalidad”. Me he encontrado, con sorpresa, que al primer novio formal que tuve le encajan el 100% de los síntomas de este último trastorno. Y, sin embargo, ha sido capaz de llevar una vida de lo más normalita, estudiar una carrera, trabajar, tener amigos y pasarlo muy bien. Y todo ello sin que ningún psiquiatra lo atiborrara de pastillas.

Mis compañeros y yo, sin haber estudiado psiquiatría, somos capaces de reconocer el primer día de clase al alumno al que sus padres no hacen ni caso, al que es tan revoltoso y juguetón como es normal a los 12 años, al que echa de menos a su padre porque ya no vive en casa, al que está enfadado con el mundo simplemente porque es un adolescente y al sobreprotegido por su familia. Lo malo es que esos niños nos vienen ya acompañados por un tocho de folios escritos por un médico acerca de cómo tratarlos. Y, por supuesto, cuando llegan a clase vienen ya de pastillas hasta las cejas.

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