Revista Opinión
La izquierda política menos centrada y pragmática practica el populismo para captar la atención de los ciudadanos, de aquellos predispuestos a escuchar mensajes que pretenden cambiar el mundo para construir otro totalmente nuevo y libre de los fallos de éste. Es difícil sustraerse de las bondades de las utopías cuando, quién más quién menos, aspira vivir en una sociedad sin paro, sin enfermedades, sin penurias, sin contaminación, sin diferencias entre las personas, sin fronteras, sin delitos y, si me apuran, sin deudas, sin obligaciones y hasta sin Dios. Ofrecer todo o parte de esto es lo que se llama populismo, bien desde la ingenuidad o bien conociendo perfectamente su imposibilidad total o parcial. En todo caso, es un recurso tremendamente eficaz para encantar a los ilusos.
No obstante, el populismo no es exclusivo de la izquierda soñadora. También la derecha lo utiliza cuando le conviene aglutinar a su electorado y consolidar apoyos o atraer nuevos simpatizantes. Aunque es un populismo menos prosaico y más materialista, se trata, al fin y al cabo, de propuestas populistas que remachan el conservadurismo y hasta las actitudes más reaccionarias del pensamiento político de derechas. Buen ejemplo de ello es el candidato norteamericano por el Partido Republicano Donald Trump, ese energúmeno millonario metido en política, empeñado en enervar a los sectores de población más inmovilistas de la sociedad de los EE.UU. para que voten el retorno a los tiempos de la segregación racial, el darwinismo social más despiadado y el anarquismo económico, exento de toda regulación, que refuerce el imperialismo yanqui en el mundo, bajo la máscara de la globalización, y, de paso, beneficie sus particulares intereses empresariales.
En España, donde el entramado económico, financiero y empresarial no es dado a veleidades izquierdistas salvo cuando exige socializar sus pérdidas, la derecha acude al populismo cuando promete bajar los impuestos. Arguye, como motivo, la presión fiscal existente en nuestro país, pero sin compararla con la de países de nuestro entorno, con los que es perfectamente equiparable. Ni tampoco explica la diferencia entre impuestos directos e indirectos, cuya suma recaudatoria aporta los ingresos necesarios para el sostén del Estado, sus instituciones y la provisión de los servicios públicos. Habla siempre, repitiéndolo hasta la saciedad como recomendaba Goebbels, de la necesidad de “adelgazar” el Estado cuando lo que persigue es dejar en el esqueleto al Estado de Bienestar, tildándolo de insostenible y causante de un gasto desmesurado. Para esa élite que sólo habla en términos economicistas, es un dispendio que haya escuelas públicas, hospitales públicos, guarderías públicas, universidades públicas, sistema público de pensiones, seguridad pública, bomberos como empleados públicos, red vial del Estado, autovías públicas, transportes públicos subvencionados, medicamentos subvencionados, ayudas a la dependencia, juzgados públicos y jueces funcionarios, y todas las demás ayudas y prestaciones con cargo a la Hacienda pública. Para el populismo de derechas, todo ello representa un gasto innecesario, imposible de financiar con los impuestos, que ocasiona una deuda insostenible. Se trata, como veremos, de un populismo que oculta otras intenciones.
Disminuir los impuestos directos como promete la derecha -los que se pagan en función de las rentas de cada cual-,favorece fundamentalmente a quienes más ganancias declaran, personas que pueden costearse la adquisición de cualquier bien o servicio de manera privada. Las clases pudientes son las grandes beneficiadas con esa bajada de impuestos que proclama la derecha, ya que no es lo mismo un “ahorro” de cien euros en la declaración de la renta de un trabajador que miles de euros en la de quien ejerce una profesión liberal y atesora un gran patrimonio. Es una reducción fiscal tramposa que, para colmo, resulta sumamente perversa.
Es perversa porque los impuestos indirectos, los que gravan cualquier producto, actividad o servicio y vienen añadidos inseparablemente en el precio, han de ser satisfechos por todos, independientemente de las rentas de cada cual, por el sólo hecho de adquirir, contratar o consumir tales productos. Una bajada de impuestos directos lleva acarreada la subida de los indirectos para que las arcas del Estado mantengan equilibrados sus ingresos. El parón en el consumo y la menor actividad económica a causa de la crisis es lo que ha llevado al Gobierno subir el IVA, castigando aún más a quienes ya soportan las consecuencias del desempleo, la reducción de salarios y la limitación de ayudas y prestaciones públicas. Ahora, además, tienen que pagar más impuestos indirectos. Aquellos cien euros que podría ahorrarse un humilde trabajador con la bajada de impuestos apenas sirven para compensar lo que pagará de más, gracias a los indirectos, en todo lo que adquiera o consuma, quebrando notablemente su escaso poder adquisitivo. La perversidad estriba en que, a través de los indirectos, los pobres pagan los mismos impuestos que los ricos, de manera indiscriminada.
Y es que, aunque los impuestos indirectos compensen la merma de ingresos de Hacienda causada por la bajada de los directos, lo que realmente oculta el populismo de derechas es un inconfesado interés por que los servicios públicos sean provistos por la iniciativa privada. Se trata de una jugada maestra con la que se consiguen matar dos pájaros de un tiro: por un lado, conquistar un nicho de mercado que explota sin ánimo de lucro entidades de titularidad pública; y, por otro, eximir a los pudientes de financiar servicios o prestaciones públicas que casi nunca van a utilizar porque disponen de los de titularidad privada. La derecha está en contra de una fiscalidad progresiva que grave la renta de los ricos porque sólo sirve para financiar servicios destinados a los más desfavorecidos, justamente quienes más los necesitan. Los pudientes prefieren pagar sus médicos, su educación o su seguridad, y los demás que se busquen la vida.
Precisamente, todas las políticas de “austeridad” implementadas con excusa de la crisis económica van encaminadas a eliminar ese “gasto” que la derecha considera superfluo porque descansa en los impuestos directos que todos deben satisfacer proporcionalmente a sus niveles de renta. Por eso hace uso del populismo, para que la gente, incluidos los desfavorecidos de la sociedad, asuma sus postulados con el señuelo de la bajada de impuestos.
Existen muchos ejemplos de populismo de derechas. Reiterar constantemente, como una verdad incontestable, que debe gobernar la lista más votada, es otro de esos populismos recurrentes en la actualidad por parte del Partido Popular, obviando que nuestro sistema político es parlamentario, no presidencialista. Gobierna quien consiga el voto mayoritario del parlamento. Y, como éste, muchos más. Esta es la diatriba ideológica que se ventila en los debates del modelo de sociedad que enfrenta a partidos de derechas y de izquierdas, los cuales hacen uso del populismo para engatusar a los destinatarios de sus mensajes. Forma parte, desgraciadamente, de la dialéctica partidista y del discurso político en nuestro país. Conocer esta estratagema para poder diferenciar propuestas serias de propaganda electoral es responsabilidad de los votantes. Ellos son los que votan y validan populismos o programas. Aunque al final los engañen como a palurdos.