!Por Aquí No Pasa Nadie!
Su mirada se perdía en el horizonte escudriñando el polvoriento camino, empeñado en descubrir hasta lo más recóndito en espera de encontrar miradas, como las de él, a su hora y en su lugar, tan sólo para compartir un momento. Había caminado hasta fuera por un instante para romper con la monotonía de la cotidianidad; después de dejar su cayado a un costado, cerró el portal de entrada y se recostó sobre la empalizada que cercaba la finca. Observando al incandescente Sol en lo alto, le sonrío por un instante, como señal entre dos cómplices cuando uno trata de decirle al otro que algo está por suceder. Había oído desde siempre que, en la oscuridad nocturna, las estrellas enviaban mensajes a la gente sobre el destino. Pero Victorino, siendo como era y sabiendo que el Sol era la más grande, prefería el día para mirarla por largo rato y recibir los augurios de primera mano. Allí estaba Victorino engallado, mientras las cálidas brisas de las dunas le acariciaban el tostado rostro, a mitad del camino traicionero entre Villa de Serna y la carretera costera; justo en el medio de la nada y la insignificancia.
No había pasado mucho tiempo, cuando a lo lejos divisaba una figura acercándose hacia él, como espejismo creado por el calor sobre cosas moviéndose en la distancia. El espejismo delataba el cansancio de quien recorre un sinfín de caminos sin guardar merecido descanso, con estropeados zapatos, las ropas maltrechas y un morral echado a la espalda acercándose a toda prisa con paso vacilante. Ya a menos distancia de Victorino, éste seguía buscando miradas por el horizonte en la claridad del mediodía. El espejismo resultó ser un mozo quien llegado a la empalizada, le saludó con solemnísimo respeto y encarecidamente le rogó por un vaso con agua, a lo cual Victorino accedió no sin antes poner su mejor mueca y cara de fastidio. Prendió con la zurda el cayado y caminó hasta el zaguán del bohío donde mantenía un jarrón con agua fresca y un vaso de peltre, lo llenó de agua y lo trajo consigo de vuelta hasta el portal de entrada. El mozo bebió el agua apresuradamente mientras miraba hacia el sur y entonces le dice a Victorino:
– Por este camino debe transitar mucha gente.
Victorino mirando hacia el Sol como si la pregunta no fuera para él, le ignoró completamente. No obstante, el muchacho ya saciada su sed, le pregunta de nuevo:
– ¿Por aquí pasa mucha gente?
A lo cual Victorino le responde con su dura mirada y tono desdeñoso:
– ¡No, por aquí no pasa nadie!
Y con esa respuesta el mozo terminó alejándose del lugar con destino a la villa.
Antes del ocaso, un mercader errante de esos que venden cuantas cosas se puedan encontrar entre cielo y tierra, se detuvo en lo alto de la loma, justo donde estaba la cabaña de Victorino. Todo el lugar estaba al borde del acantilado, desde donde se divisaba al fondo del rocoso desfiladero un zigzagueante riachuelo, y mucho más distante la Villa de Serna rodeada de las resecas montañas de la cadena costera.
El mercader con su carreta de mercancías se encontraba acompañado de tres damas, dos ayudantes, y una variedad de animales, incluyendo el caballo que tiraba la carreta. El comerciante se tomó la molestia de abrir el portal de entrada, y aproximándose hasta donde estaba sentado Victorino, se presentó con el nombre de Nicolás de la Fuente. Victorino intentaba a duras penas discernir la sombra que se le acercaba y que de momento se convirtió en cosa tan parlanchina ofreciendo en venta objetos, animales, fortuna y diversión. El zamarro vendedor alabando la ubicación del bohío al borde del risco, le ofreció pagarle una retribución si le permitía ofertar su mercadería en los predios de la finca a las personas en su ruta por el único camino a la Villa de Serna.
Victorino, ya fastidiado de tanta cháchara, sin molestarse siquiera en mirarle la cara le dice de manera áspera y concluyente:
-¡De nada le va a servir eso señor pues por este camino nunca, nunca pasa nadie!
Así desfilaron como siempre, día tras día, por ante los ojos de Victorino, locales y foráneos, mujeres y hombres, de todas edades y posiciones, buscadores de fortunas y desertores del amor. Pero Victorino seguía allí parado en el portal de entraba con ambas manos aferradas al cayado, cabeza erguida observando fijamente al Sol en su persistente tarea de encontrar con su mirada de palo a alguien, a un rostro a quien mirar y con quien compartir un momento.
© Angel Paredes Villanueva 2009
El Sol
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