Ante un novelista todos nos sentimos como el esclavo se sentía ante el emperador, que, con una sola palabra, puede devolvernos la libertad. Gracias al novelista, perdemos nuestra antigua condición, para conocer la del general, la del tejedor, la de la cantante, la del hidalgo rural; la vida de campo, el juego, la caza, el odio, el amor, la vida de campaña. Por él, somos Napoleón, Savanarola, un campesino; aún más -y es una existencia que hubiéramos podido no conocer nunca- somos nosotros mismos.
Presta voz a la multitud, a la soledad, al viejo clérigo, al escultor, al niño, al caballo, a nuestra alma. Por el novelista somos el verdadero Proteo, que reviste sucesivamente todas las formas de vida. Al intercambiar de esta suerte unas por otras, sentimos que para nuestro ser -que se ha vuelto tan ágil y tan fuerte-, no son sino un juego, una máscara lamentable o grata, que no tiene nada de verdaderamente real.
Por un momento nuestra desventura o nuestra ventura dejan de tiranizarnos; jugamos con ella y con la que acompaña a los demás. Por eso, al terminar una hermosa novela, aunque triste, nos sentimos dichososos.
Marcel Proust
Nota escrita durante la redacción de su primera “educación sentimental”, Jean Santeuil
Foto: André Kertész
Chaises à Paris, 1927
Previamente en Calle del Orco:
La literatura me ha producido riqueza, Roberto Bolaño
Hay algo que Kafka tiene en común con Proust, Walter Benjamin