La historia que transcribo sucedió hace pocos días... Pretende demostrar que, tal y como están las cosas hoy en día, el silencio, el orden y el respeto debidos -en una consulta- son circunstancias que se pueden ir al garete por las cuestiones más nimias.
Por unas u otras causas, porque con toda probabilidad se trata de un origen multifactorial: los pacientes son hoy menos pacientes que nunca y, sin entrar a valorar los motivos, tampoco si por sí mismos justifican la impaciencia, lo cierto es que la crispación se sitúa no pocas veces a flor de piel.
Me encontraba pasando consulta y una mujer entró diciéndome:
-. Doctor, sólo necesito una receta... Estuve aquí ayer y a mi médico se le olvidó hacérmela...
Íbamos holgados de tiempo, no acumulábamos retrasos, por lo que accedí sin problemas con un:
-. Pase deprisa, que se la hago en un momento...
Mientras atendía a la paciente, con la puerta de la consulta semiabierta, pudimos escuchar un grito terrible que venía de la sala de espera y que transcribo literalmente:
-. Hija de Puuuuutaaaaaaaaaaa!!!!!. Sal de ahíííííí!!!!!!!!!!!!
Y enseguida lo que parecía su eco:
-. Hija de Puuuuutaaaaaaaaaaa!!!!!. Sal de ahíííííí!!!!!!!!!!!!
Fui a ver que ocurría: quien profería las voces era un discapacitado mental de una cierta edad, sentado junto a quien parecía su madre. Era su turno y no toleraba que le tomasen esos segundos.
Hasta aquí algo que resulta comprensible, por cuanto puede justificarse en unas desafortunadas circunstancias. Lo que ya me explico menos es que una mujer le animase, dándole la razón, criticando y cuestionando mi actitud, al haber accedido a hacer aquella receta, y crispando un ambiente que ya flotaba enrarecido.
Esta labor de llamar y ordenar los turnos de la sala de espera, que puede parecer tan fácil a priori, me desborda a veces: semanas antes presencié la de San Quintín por hacer justo lo contrario de cuanto os he contado: pedir a quien me solicitaba una receta que aguardase...
"Por favor: ¡A ver si nos tranquilizamos un poco! ¿No?".