Revista África

Por fin en Dungu

Por En Clave De África

(JCR)
La última vez que había viajado en helicóptero fue en agosto de 2002, y las circunstancias no fueron muy felices: en aquella ocasión me detuvo el ejército ugandés tras un .choque armado con los rebeldes del LRA en el bosque cuando yo y dos compañeros nos encontrábamos en una reunión de mediación. Tras una noche de perros, nos llevaron en helicóptero a su cuartel principal de Gulu. Esta vez monté en un aparato de la MONUSCO, que hacía el trayecto Bunia-Dungu, en el Noreste de la República Democrática del Congo.

Los quince pasajeros, la mayor parte soldados de los contingentes de Bangla Desh y de Guatemala de las fuerzas de mantenimiento de la paz, subimos a su interior y nos sentamos en los asientos dispuestos en dos filas enfrente la una de la otra. En el centro se encontraban nuestros equipajes sujetos con una especie de malla de tela. Un militar bangladeshí barbudo nos aleccionó sobre las normas de seguridad a bordo con una voz que no pudimos captar debido al ruido que producían las hélices. Agradecí que nos repartieran unos auriculares para amortiguar el estruendo y proteger nuestros pobres oídos antes de elevarnos sobre el suelo y comenzar el trayecto.

En los vuelos de la MONUSCO, y de Naciones Unidas en general, siguen a rajatabla la norma de no volar si las condiciones meteorológicas son desfavorables y eso explica que nos cancelaran el viaje Bunia-Dungu en dos ocasiones consecutivas durante los días anteriores. Esta vez las nubes no amenazaban lluvia y el vuelo discurrió sin problemas. El piloto esquivó en un par de ocasiones concentraciones nubosas que descargaban lluvia con ganas. El viaje duró hora y media, y a mitad de trayecto pudimos ver abajo la enorme mina de oro a cielo abierto de Durba, que explota la compañía sudafricana Kibati Gold. Muchos aseguran que es la más grande del mundo. En torno a ella ha crecido con rapidez la localidad de Durba, como se aprecia desde arriba al ver extenderse, como hongos, numerosas casas cuyos tejados de metal brillan al sol. El año pasado, en junio, pasé allí una noche durante un viaje de regreso desde Faradje a Arua, en la frontera con Uganda. Recuerdo que me hospedé en un lugar llamado “Hotel Fantastique”, que de tal sólo tenía el nombre, o al menos esa impresión me dio durante la ruidosa noche en la que no pegué ojo. Durba me pareció entonces un pueblo digno de una película de Far West durante la época de la fiebre del oro. En aquella ocasión, mientras apuraba una cerveza fría en el bar “Fantastique” me imaginaba que de un momento a otro podía aparecer por la puerta algún sheriff blandiendo un revólver y pedir un güisky mientras se dirigía a un grupito de una mesa que jugaban al póker. Afortunadamente, nada de eso ocurrió.

Arrullado por el rumor de las hélices me quedé dormido hasta que mi compañero de Haití me sacudió con un leve codazo para mostrarme la ciudad de Dungu. Desde arriba, me pareció un lugar de ensueño, con sus dos ríos –el Dungu y el Kibali- que se funden en el majestuoso Ouelé en un lugar donde hay un largo puente. El Ouelé da nombre a las dos regiones principales del Noreste de la Provincia Oriental congoleña: la alta y la baja, donde desde el año 2005 hasta la fecha sus poblaciones sufren los ataques de la guerrilla del LRA.

Aterrizamos con suavidad y en la pista nos recibieron los compañeros de la MONUSCO que trabajan en la sección de desmovilización de combatientes rebeldes. Montamos en un coche, que nos llevó hasta la base conocida como “inter-agencia”, una especie de mezcla de albergue y centro social para el personal de las agencias de la ONU. Como en todos los edificios de organismos internacionales, es obligatorio lavarse las manos al entrar por medidas de precaución contra el ébola, aunque el brote que ha ocurrido en el Congo queda muy lejos de aquí.

Y como en todas las guerras hay treguas , a eso de las siete de la tarde nos juntamos en una cabaña abierta donde compartimos con los compañeros unas pizzas caseras y botellas de cerveza Skol frías. Cuando parecía que todo había acabado, uno de ellos, un italiano simpático y dicharachero, nos puso encima de la mesa vasos con mojitos y botellas de Amaretto di Saronno y de Limonchello. A las diez de la noche, cuando me levanté para ir a dormir me dijeron que si no iba con ellos al local de enfrente para la “happy hour” del sábado. Me excusé con toda la cortesía de la que fui capaz, diciendo que acababa de pasar no una sino tres “happy hours” y que me perdonaran.

La skol fresquita, el vasito de amaretto, el runrún del helicóptero que aún tenía dentro de mi cabeza… y el cansancio del viaje me mecieron para hacerme dormir en la habitación oscura donde pasé la noche en un profundo sueño. Hasta mañana.


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