Lo dice muy entusiásticamente Peter Bradshaw en su crítica, y lo rubrico: la oportunidad de ver "La desolación de Smaug" ofrece, por fin, una gran y desenfadada película de aventuras.
Pronto se desvanece el temor de encontrar algo ceremonioso o ampuloso, o desmesurado. En fin, algo semejante a la primera parte de "El Hobbit".
Cuando se cae en la cuenta de que la entrega de esta segunda etapa no va a ser así, se produce una sensación de alivio que permite abandonarse a lo que vaya llegando de la pantalla, sin pensar ni en Tolkien ni siquiera en Jackson, ni en los 48 fotogramas, olvidados de lo mucho e inimaginable que haya hecho la Weta.
De repente sabemos que estamos metidos hasta el cuello en una película de aventuras, a la que no hay que pedirle más, porque hoy en día no hay quien sea capaz de ofrecer más de este género.
Y también sabemos que estamos viendo una película de nuestros días: lejos del blanco y negro maniqueo habitual, los tonos morales en las motivaciones de los personajes son grises, matizados, con aristas y sombras y luces, con volumen. Algo que, como quien no quiere la cosa, permite que -junto a las grandes correrías- aparezcan con levedad no pocos gestos, tonos, tempos, miradas sostenidas que sugieren mirar hacia dentro de la propia aventura de la vida.
Y desde luego sabemos que se ha acabado el temor reverencial y se agradece el desenfado con el que se inventa de cabo a rabo un personaje élfico femenino, porque hace falta una trama amorosa, como en todo aventura. Máxime, si está muy bien interpretado.
Y, finalmente, para solo insistir en el gusto de aventura de esta película, la frescura del tramo final, en el que Smaug, el dragón de fuego, podía haber sido un pastiche, y sin embargo resulta un personaje dramático tan rico en matices como el despertar de la personalidad del hobbit, hasta entonces un tanto apagada.
Lo dicho: una gran y desenfadada película de aventuras, incluyendo la promesa de que la tercera entrega atará con más aventuras los cabos que aquí quedan sueltos.