Revista Cultura y Ocio

Por la borda

Publicado el 13 octubre 2013 por Lorena
  Hoy les dejo otro cuento feliz y con mucho amor.    Por la borda   Por la borda
   Aire. Era todo en lo que podía pensar. Mi pecho ardía, mis oídos y mi cabeza iban a explotar. Aire, aire, aire. Pataleé y manoteé hasta que rompí el horizonte de agua y pude respirar. El aire entró en mí como piedras cayendo en un hoyo. Casi me desmayo. Si no hubiera sido porque el agua era tan espesa, no hubiera podido mantenerme a flote.
   Estaba oscuro. No alcanzaba a distinguir los árboles, aunque sabía que estaban allí. Nadé en lo que rogué que fuera línea recta. Poco después hice pie y respiré con normalidad por primera vez después de largo rato. La orilla, llena de rocas, lastimó mis pies descalzos, pero avancé hasta quedar lejos del agua. Me volví a mirarla. Nada que perturbaba su tranquilidad, como si nada hubiera pasado allí. Tampoco oí más rumores que los de la naturaleza.
   Debió de haberse ido. Después de tirarme por la borda, el bastardo simplemente se había ido. ¿Cómo había llegado a esta situación? Él me amaba, sino no se hubiera casado conmigo. No tengo dinero, ni propiedades, ni pasado. Ni siquiera conocía a mis padres. Él lo sabía, que no tengo nada ni a nadie, nadie que me buscaría si… me golpeé la frente repetidas veces.
   ―Tonta, tonta, tonta.
   Pero eso no explicaba el motivo. ¿Por qué? ¿Por qué?
   No podía volver a la cabaña que habíamos alquilado, y arriesgarme a encontrarlo allí. El pueblo quedaba demasiado lejos para ir caminando de noche. Así que busqué un lugar para acurrucarme.
   Los árboles eran grandes allí. Me abrigué en uno de ellos y me dispuse a pasar la noche lo mejor posible. El hormigueo lo sentí poco después. Me levanté de un salto y tropecé con una rama que sobresalía del suelo. Caí de costado y la luna iluminó el lugar donde había estado sentada. Sofoqué un grito.
   Había restos allí, despojos de alguien que se había acurrucado al igual que yo. Me alejé arrastrando y volví a la orilla. Una neblina leve había cubierto el agua.
   ―Esto no puede estar pasando ―murmuré.
   En la niebla me pareció ver una luz, ¿el barco?
   ―Puede ser que haya vuelto ―susurré―. No, qué tonta, ¿para qué volvería si me había arrojado como basura?
   Ve con tus hermanas, me había dicho. Pero yo no tengo hermanas, quise decir. Recordé el árbol donde me había arropado y me volvió a faltar el aire.
   La luz se acercó más. Pensé que debería esconderme, pero quería que me encontraran. No importaba quien, solo que me encontraran. Era un bote, o algo un poco más grande. Un hombre encorvado iba en él. Cuando llegó a una distancia prudente, se quedó mirándome. Después de unos minutos preguntó:
   ―¿Eres otra más?
   ―¿Qué? ―la voz me salió cuarteada.
   ―¿Eres otra de las que tiró al agua?
   Me puse de pie.
   ―¿Cómo lo sabe?
   El anciano suspiró.
   ―Le gusta hacerlo aquí.
   ―¿Qué… qué cosa? ―me estrujé los dedos de la mano.
   ―Deshacerse de ustedes.
   ―¿De quiénes? Yo soy su esposa, ¿quiere decir que hubo otras?
   Se encogió de hombros.
   ―No sé qué significaban para él, eran mujeres.
   Me acerqué a la orilla.
   ―¿Me va a ayudar?
   Me miró de arriba abajo.
   ―¿Qué haría por mí si lo hago?
   ―¿Qué… qué quiere?
   ―Quiero que deje de tirarlas aquí, que se vaya de mi pantano.
   Tragué saliva.
   ―Lo intentaré ―le dije con voz más fuerte de la esperada
   El viaje fue tranquilo y terminamos en una pequeña cabaña casera en medio del pantano. El ambiente dentro de ella era más húmedo que fuera. Me desplomé en una de las sillas.
   ―Sabía que nadarías. Aunque no que esto iba a ser tan fácil.
   Esa voz hizo que me recorriera una sacudida por todo el cuerpo. Me volví lentamente. Mi marido, el que acababa de tirarme por la borda. Estaba allí parado. El anciano a su lado. Y recién en ese momento noté el parecido entre los dos.
   ―Llega un momento en la vida, en que los hijos deben abandonar el hogar ―dijo el anciano―, pero éste sigue volviendo.
   ―No hay nada como el pantano, y sus posibilidades.
   Miré hacia la puerta abierta.
   ―Vamos ―dijo mi marido―, corre.
   ―Acaba esto de una vez, mujer ―dijo el anciano―. Hasta que no termine, él no se va. Solo me da unos meses de tranquilidad al año.
   Mientras corría me acordé del árbol, y me pregunté si ella también había elegido la puerta.
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