Revista Cultura y Ocio
Siempre vas con un adiós por delante, me dijo, mientras yo le estaba entregando mi alma en bandeja. Dame un solo día y te prometo ahorrarnos todas las despedidas, le contesté. Uno de los dos morirá antes, le dije. No fueron las palabras más adecuadas, pero sólo quería decirle que el tiempo no iba a esperarnos.
Lloré en tus premociones. Te dije que no mates el futuro por las dudas. Sé que hay agujas que se encargarán de matarnos antes. Aunque me cuesta creer en el tiempo, me gusta llevar la esperanza como última pérdida.
Dame lo cierto, me insististe. Y yo no hice más que dar un portazo, por el afán ridículo de que salieras a buscarme.
Yo sé que un día vamos a extrañar las alegrías que no pudimos darnos. En definitiva, quemar las naves implicaba atizar la llama de los sueños que no pudimos sostener a la deriva del incendio. Para encontrarte en mis sueños tuve que abrir los ojos, y para soñarte y que lo sientas, cerrarlos. Se me enferma algo muy similar a la voluntad cuando te siento lejos. Y aunque mi alma aprendió el hiperrealista arte de esperarte, mi cuerpo es trivial.
Me leíste tu legado como explicando un cáncer. Algo que no se explica, como no se explica la noche en la ceguera. Yo te leí mis voces, tal cual letras de canciones y las canté a los gritos recordando que la muerte puede tener variaciones. Te espero en el infierno, dije. Si igual acá, ya nos estamos quemando.
Me hizo cosquillas. Me rascaste y tranquilizaste con la contestación. Me desperté de una siesta dudosa, pudiendo entender que todo siempre puede ser la jugada de una pesadilla o del insomnio. Y ya pude volver a morir en paz.