Es ella la que llega tarde y encima se enfada conmigo porque no estaba esperándola donde tenía pensado. ¡Qué tía, pero cómo la quiero! Luego pone los brazos sobre las caderas, me mira con el ceño fruncido y se ríe cuando la imito.
-Venga para acá.
Sé que le encanta que se lo diga mientras tiro de ella para abrazarla.
Lleva ese vestido blanco que le resalta su moreno y le hace una figura perfecta. La observo y me pregunta si me pasa algo. Solo niego con la cabeza porque no me atrevo a decirle que no me creo que esté conmigo, que no sé qué habré hecho en otra vida para merecer esto. Que no pienso perderla nunca porque la voy a cuidar toda la vida.
Me lleva de la mano mientras paseamos, lo hace porque sabe que me molesta, así que al final cede cuando cambio mi mano y la pongo por delante de la suya. Aun así, sigue siendo ella la que guía, la que decide qué se hace y dónde se come, pero no me importa. Me gusta verla así, segura, decidida, con las cosas claras.
Y no para de sonreír y se le hacen unos hoyuelos preciosos en las comisuras de la boca. Habla y habla y gesticula y luego se queda callada.
-¿Por qué no dices nada? Venga, cuéntame algo interesante, como cuando estuviste viviendo en Londres.
-Pero si ya te sabes toda la historia.
-Me da igual. O mejor aún, cuéntame lo de Alemania.
Y sé perfectamente a qué se refiere, pero antes me hago un poco de rogar.
-Pues cuando estuve en Alemania, en un pequeño pueblo del norte, donde hacía mucho frío, pero no importaba, porque allí siempre se hacían planes, conocí a un ruso que me presentó a una española muy descarada. Estando de fiesta, me dijo que no parecía colombiano, que bailaba como alemán. Y pensé: Sí será descarada esta española, qué antipática. Pero más adelante, mi amigo ruso me la presentó mejor y cuando empecé a conocerla de verdad, me empezó a gustar. Y al principio me negaba mis sentimientos. “Esto no me puede estar pasando, yo vine aquí con otra idea, esta española no puede cambiarlo todo”. Pero iba a su residencia para coincidir más con ella y cuando me asomaba al balcón, podía verla bailando en su cocina, moviendo las caderas mientras preparaba la cena, la luz encendida, las cortinas sin correr. Y siempre me preguntaba por Londres y se interesaba por mí y me hacía sacar la parte más tímida, no podía mirarla directamente a los ojos. Y me enamoré.
Y ella sonríe, me aprieta la mano más fuerte y me abraza por la cintura. Me siento bien, me siento querido. Siento que saca lo mejor de mí.
Luego, un día, decido dejarla, no sé si lo decido o me veo obligado a hacerlo, no sé ni por qué y ella menos, claro. Y ella llora, y me entran ganas de llorar. Y me siento un cabrón por estar haciéndole esto, pero ni yo me entiendo, sufro locura transitoria, y siento que me va a explotar la cabeza, que no soy yo y que no puedo darle lo que necesita. Y siento que a veces me molesta, me agobia, no solo ella, todo el mundo, el trabajo, la gente, los coches, la vida, mi mente. Y lo intenta y me quiere mucho, y yo a ella y al principio se lo digo porque sé que querré estar con ella cuando todo esto acabe.
Pero pasan los meses y no estoy tan mal y no siento tanta opresión en el pecho y ya no me acuerdo tanto de ella, ni de su cara, ni de su risa ni de esas ganas de comerse el mundo. Quiero quedarme en silencio y que no vuelva, que no me vea, desaparecer ante sus ojos.