“¿Por qué vivo esta tragedia? ¡No puede ser! ¡No es justo! ¿Por qué yo?” En algún momento de la vida nos hemos formulado estas preguntas, nos hemos lamentado, hemos creído que tal o cual circunstancia adversa no debió sucedernos; suponemos que estamos exentos de sufrir algún descalabro, de padecer alguna pena. Podemos ver las desgracias que viven otros con cierta indiferencia; nos damos cuenta de que alguien sufrió un accidente, aparentemente asumimos que todos estamos expuestos a que nos suceda, pero “tocamos madera” para sentirnos exentos de vivir algún sufrimiento. Que algo triste o lamentable le suceda a otros nos parece “natural”, tal vez nos conmueva un poco y nada más pero, la sola posibilidad de que nos suceda, ¡Dios nos libre!
Por naturaleza, anhelamos ser felices, es una necesidad. Casi podría asegurar que es el estado natural del ser humano, la aspiración máxima: ser felices y gritarlo a los cuatro vientos, demostrarlo a quienes nos rodean. Sin embargo, hay que saber que ser felices no implica vivir sin tener problemas, sino enfrentarlos con lo mejor de nosotros mismos, saber vivir, sacarle a la vida lo mejor que pueda darnos.
Además, necesitamos ser conscientes de que por el solo hecho de ser humanos, nuestra vida puede verse afectada de diversas maneras: factores ambientales que no podemos controlar, o sociales; es decir, por ser parte de una sociedad donde el ejercicio de las libertades de los individuos puede influir en la vida, para bien o para mal. De la misma forma en que aceptamos esto, debemos asumir que es una responsabilidad personal decidir nuestras reacciones ante cual o tal circunstancia o, en otras palabras, elegir la forma en que reaccionamos ante una ofensa, enfrentamos algún peligro o manejamos el dolor. Eso depende de cada quien. No es lo que nos pasa lo que nos afecta, sino cómo reaccionamos a ello.
Dijo Benjamín Franklin:
Cuando reflexiono, cosa que hago frecuentemente, sobre la felicidad que he disfrutado, a veces me digo que si se me ofreciera de nuevo exactamente la misma vida, la volvería a vivir de principio a fin. Todo lo que pediría sería el privilegio de un autor que corrigiera en una segunda edición, algunos errores de la primera. La madurez se pone a prueba cuando, al enfrentar alguna adversidad, se es capaz de reaccionar con prudencia y entereza, conservar la ecuanimidad; es decir, a la gente se le mide en la adversidad. Andar bien cuando las cosas están bien no tiene relevancia, pero controlar las emociones cuando hay razones suficientes para no hacerlo, es un gran logro.Sufren quienes se desesperan, quienes no tienen la capacidad de aceptar lo inevitable; es posible reconocerlos hasta en las situaciones comunes, cotidianas y simples; por ejemplo, conducimos el auto, tenemos prisa debido a la mala planeación del tiempo; para colmo, en cada semáforo nos topamos con la luz roja; en ese momento podemos reaccionar maldiciendo, haciendo berrinche, insultando a quien sea, o podemos elegir conservar la calma y esperar a que cambie el semáforo en el tiempo que tiene programado, no en el nuestro, y seguir el camino.
Si optamos por hacer lo primero, nos llenamos de coraje y maldecimos a todo el mundo, no avanzaremos más aprisa, pero afectaremos al hígado y al corazón con el berrinche, y aceleraremos el proceso de envejecimiento. Si optamos por lo segundo, nada nos alterará, el semáforo cambiará y podremos llegar a nuestro destino con mejor semblante y una actitud positiva.
Observé a un hombre resbalarse en un centro comercial, su pantalón se rompió y mostró lo que nunca soñó enseñar. ¡Lo hubieras oído! Tiró gritos e insultos lo mismo para los afanadores, que para los gerentes y dueños del inmueble, ¿qué logró con eso?, que hasta quienes no habían notado su accidente, tuvieran ocasión de reírse, burlarse y compadecerlo. Tal vez si después de caer se hubiera levantado calladito, riéndose y asimilando lo sucedido, seguramente se habría sentido mejor. Nada es tan trágico.
Reaccionar ante lo que nos pasa es una decisión personal; sin embargo, muchas veces nuestras reacciones no sólo nos afectan en lo individual, sino que impactan a quienes nos rodean, a quienes amamos y, luego, cuando reflexionamos, comprendemos que magnificamos las situaciones por no reaccionar correctamente, entonces nos molestamos y nos avergonzamos por haber explotado. Un hombre se distingue de los demás por lo que su espíritu puede aportar y porque sabe controlar las manifestaciones de su naturaleza, considerando las debilidades personales y las de sus semejantes.
Siempre he pensado, y espero que estés de acuerdo conmigo, que noventa por ciento de las cosas que nos ocurren durante el día están decididas por nosotros. Esto quiere decir que de lo que nos pasa, sólo diez por ciento se adjudica a factores sobre los que no tenemos control.
Hay autores que afirman que el proceso de adaptabilidad ante una adversidad inicia desde el momento en que aceptamos nuestra responsabilidad en un hecho por simple que parezca, aseguran que en lo que nos sucede, hicimos “algo” para provocarlo. Si un hombre abusa del alcohol y el tabaco, duerme mal y come peor, pone todo de su parte para lograr una vida miserable, tanto por su precaria salud física como por su deterioro mental, condiciones idóneas para adquirir enfermedades que sólo se terminan con la muerte.
Yo prefiero ser más cauteloso. En lo que nos ocurre, noventa por ciento de la causa la aportamos nosotros: “Nos aceleramos”, no pensamos las consecuencias, no nos cuidamos, no usamos las palabras adecuadas, no llegamos a tiempo; en pocas palabras, no tenemos la preparación para enfrentar tal o cual situación.
No se trata tampoco de hacernos una autoflagelación para sentirnos culpables, incapaces de sobrellevar las situaciones que nos incomodan y nos molestan. Simplemente deseo que consideres que de lo que nos pasa, nosotros aportamos noventa por ciento de los ingredientes para que suceda, sólo el diez por ciento restante depende de otros factores; espero que no caigamos en la tentación de encajonar en ese pequeño fragmento todo lo que nos ocurra.
Lo que intento decir es que, así como hay circunstancias que no dependen de nosotros, hay otras que creamos; por supuesto no me refiero a hechos donde provocamos situaciones indeseables como ponernos en medio de las vías por donde corre el ferrocarril, tratando de detenerlo: seguramente nos hará pedazos; obviamente esa estupidez fatal es totalmente provocada; hablo de circunstancias simples donde nuestras acciones marcan el rumbo de las cosas, tampoco me refiero a aquellas que no podemos evitar porque las manda quien todo lo puede, pero que, sin embargo, debemos aceptar, asimilándolas con resignación y entereza.Siempre que algo sucede, porque sucederá aunque no nos guste, tenderemos a preguntarnos: “¿Por qué yo?”, y sin embargo eso no nos llevará a nada. Si asumimos nuestra responsabilidad y transformamos el “¿Por qué yo?”, en un “¿Para qué?”, podremos encontrar el sentido de lo vivido y superar de forma efectiva la adversidad. Un por qué nos permitirá analizar hechos; un para qué les dará sentido.
La vida es movimiento, por tanto, los accidentes, adversidades y malos momentos se presentarán una y otra vez a lo largo de la existencia, así que nos corresponde decidir cómo reaccionar ante ellos: lamentándonos, enfrentando las complicaciones, asimilando y aprendiendo para continuar el camino.
Es mejor pensar para qué sucedió tal cosa, y qué obtendremos de lo sucedido, en qué nos va a beneficiar, en vez de lamentarnos y tratar de entender por qué sucedió. Deseo que la vida siga siendo para ti una gran aventura donde tengas la fortaleza necesaria para afrontar y salir avante de cuanta adversidad se anteponga a tu felicidad.
Dr. César Lozano | DestellosReflexiones que darán más luz a tu vida