Conceptualmente, el debate sobre lo que se ha bautizado en Cataluña como derecho a decidir (o más bien rebautizado, pues la realidad es que proviene de la era Ibarretxe) ha sido inexistente: mi opinión es que el mayor logro del independentismo en mi tierra ha sido evitar la estructuración de una conciencia crítica que cuestionara su principal polo legitimador, esquivándose la apertura sangrante de un debate público en torno a la validez del concepto pseudo jurídico y sus implicaciones (un concepto que, como ya sabemos, deriva de manera inexacta del existente derecho a la autodeterminación, que en el caso de Cataluña, al menos en su acepción externa, es considerado muy mayoritariamente inaplicable). Y así se ha construido en Cataluña el argumentario nacionalista transversal, más interesado en avivar el fuego que en afrontar con valentía el más esencial de los debates, el de asentar un pilar ideológico que, en vez de ser fundamentado, ha sido divinizado colectivamente para evitar todo cuestionamiento. Ya nos explicó Rousseau que en ocasiones el ser humano necesita de la divinidad para justificar su obra política, pero no imaginó que, extinguidos los dioses del medioevo, pudiesen sustituirlos ideas sacralizadas. Pero esto no hace más que subrayar uno de los principales defectos de un nacionalismo que, aunque valioso social y culturalmente, deviene extremadamente peligroso en política: la irracionalidad.
Se han constituido ya multitud de organismos y comisiones para preparar la transición al nuevo Estado (centralizados en el CATN, que hay que reconocer que parece ser que han hecho un trabajo muy serio, aunque de poco impacto por ahora), pero ningún esfuerzo se ha dedicado previamente a cimentar el concepto que todo lo justifica, y que se ha preferido dar por sentado como supuesto derecho fundamental. El único intento por estructurar unos argumentos mínimamente defendibles (aunque también hay que reconocer que no han necesitado mucho más, porque ni la opinión pública ni la oposición política se han esforzado demasiado por abordar la cuestión) ha sido, de hecho, delegar en procesos independentistas supuestamente similares del resto del mundo, principalmente los de Escocia y Quebec. Y a esto quiero referirme: a la invalidez de intentar apelar a estos casos como extrapolables, tratándose de una cuestión tan compleja como es la asociación legal entre derechos políticos e identidad nacional. Aquí me quiero centrar concretamente en el caso de Quebec (tal vez Escocia daría para otro artículo), para demostrar que no es un caso extrapolable por varias cuestiones.
Primeramente, es innegable que las realidades nacionales de Quebec y Cataluña son radicalmente diferentes. Y lo son tanto en términos históricos (para empezar, Quebec solamente es parte formalmente de Canadá desde hace 149 años) y culturales (por ejemplo, la proporción de francófonos en Quebec ronda el 80%) como en términos políticos, y con esto me refiero precisamente al esfuerzo que se ha hecho en Quebec desde instancias políticas y de la sociedad civil por construir la filosofía de su ideario independentista, comprendiendo la necesidad de ajustarla al derecho nacional e internacional y de dotarla de coherencia; a su vez, esto ha sido algo mucho más sencillo en un país cuya Constitución nada dice sobre la indivisibilidad del Estado, idea que sí se recoge en el Artículo 2 de la Constitución Española, sin lugar a ambigüedades (teóricamente, cada parcela del territorio del Estado pertenece al conjunto de la ciudadanía). Es por ello por lo que la propuesta independentista quebequesa se caracteriza por una seriedad institucional de la que la propuesta catalana carece, al haberse dotado de un fondo ideológico sólido y acorde con su contexto.
La idea más fundamental que quiero subrayar es que el movimiento soberanista quebequés nunca ha asociado la posibilidad de un referéndum con la existencia de un derecho a la secesión: la posibilidad de que un territorio se independice unilateralmente es impensable en Canadá. La secesión, por tanto, no es un derecho fundamental como el nacionalismo catalán quiere hacer creer aquí, sino meramente una posibilidad política, dependiente en todo caso de la disposición del Estado de Canadá. Ni la jurisprudencia nacional ni internacional reconocen tal derecho, ni Quebec lo ha podido esgrimir jamás como arma política; únicamente existe el derecho a celebrar un referéndum, pero dista de la propuesta catalana en en el sentido de que a) la pregunta debe ser clara y validada previamente por el parlamento estatal y b) en ningún caso se considerapolíticamente vinculante. Como mucho, el apoyo mayoritario a la secesión podría desembocar en la disposición a negociar por parte del gobierno central, pero sin garantía alguna. Así dice el párrafo 91 de la sentencia emitida por la Corte Suprema en 1998 acerca de la cuestión: "[Quebec] no podría invocar el derecho a la autodeterminación para dictar a las otras partes las condiciones de la secesión". En definitiva, ni se habla de derechos legítimos a la secesión, ni se apela al derecho a la autodeterminación (cosa que se intentó en un principio aquí) ni se ha inventado un nuevo concepto (cosa que sí se ha hecho aquí), sino que se apela al principio federal como uno de los cuatro pilares del Estado de Canadá (y no a un principio nacionalista) para justificar la necesidad de escuchar al pueblo quebequés. "Ningún Estado creado mediante secesión unilateral ha sido admitido en las Naciones Unidas contra la voluntad manifiesta del gobierno del Estado anterior [...] fuera del contexto colonial. Un intento de secesión unilateral de Quebec con respecto a Canadá sería un gesto irresponsable y la comunidad internacional lo percibiría como tal", explica el político canadiense Stéphane Dion, hombre clave en la redacción de la Clarity Act.
Por contra, en Cataluña se ha optado por imponer gramaticalmente la noción del derechoa decidir, empleando una terminología maximalista que lleva a la ciudadanía al equívoco con sus dos componentes: el de derecho, por elevar su dignidad a una categoría falsa; y el de decidir, pues tal simpleza le atribuye un tono de fundamentalidad engañoso (de este modo, parece que con el término nos referimos a un derecho tan inapelable que parece lógica su aceptación, y suena mucho peor decir que a uno se le niega el derecho a decidir que el derecho a la autodeterminación, sin tener siquiera una definición exacta de en qué consiste). Y, por si fuera poco, se da en amplios sectores políticos (sobre todo de la izquierda) la creencia de que este derecho es además de titularidad unilateral, bastando una mayoría parlamentaria para declarar la independencia. Y todo ello justificado por el principio democrático (esgrimido vanamente, de nuevo buscando la explicación simplona, para poder estigmatizar como antidemocráticos a todos aquellos que se opongan), sin comprender que en realidad para darse las necesarias garantías democráticas en un plebiscito así es preciso que las formas de ejecución sean debatidas con el poder central (por ejemplo, qué mayoría legitimaría una declaración de independencia); pero también quieren que todo lo concerniente a esto sea de gestión unilateral, negando siquiera la posibilidad de fundamentar este derecho a decidir en un marco legal mínimamente consensuado.
El componente argumental nacionalista entra en juego para conectar, como he dicho, tal derecho político con la nacionalidad de Cataluña, precisamente para justificar que Cataluña tenga un derecho que otros territorios españoles no tienen e ignorar ese imperativo constitucional de indivisibilidad (común, cabe decir, en multitud de países de nuestro entorno), al ser su realidad nacional preexistente y ser esto razón suficiente para la atribución de un derecho que no tiene parangón ni en el ámbito internacional ni en el lenguaje político comparado. Pero el problema es que no son los territorios, sino las personas, los sujetos de derechos políticos, y apelar a la nación deviene por tanto un salvoconducto para ocultar la realidad de lo que se pretende: dotar en exclusiva a la ciudadanía catalana de un derecho inconstitucional que sirva como arma política, llamándolo democrático para paliar las inconsistencias del discurso nacionalista (la imposibilidad de territorializar un concepto tan etéreo como la nación, la dificultad de justificar que unos rasgos nacionales particulares trasciendan la dimensión cultural para devenir argumentos políticos, la complicación de contraargumentar que Cataluña no sea una nación asociada tan indivisiblemente a la nación española que no pueda disociarse de ella el derecho a decidir de todos los españoles, etc.). Y el mayor pecado de la oposición ha sido, desde el principio, aceptar y emplear en su discurso este concepto, intentando negarlo, pero dándole así accidentalmente mayor apariencia de realidad.
Quienes apelan a los valores democráticos para justificar sus pretensiones nacionalistas deberían tener en cuenta que el verdadero ideal de democracia busca inspirar el entendimiento y la solidaridad entre conciudadanos, independientemente de sus rasgos culturales, étnicos o religiosos; y que la posibilidad de secesión unilateral que demandan es un supuesto que constitucionalmente resulta insostenible, incitando a los colectivos a obrar precisamente en contra de ese ideal de convivencia y derivando en una nociva inestabilidad.
En conclusión, un caso ejemplar como el de Quebec es intransferible conceptualmente a la realidad de una Cataluña que, a día de hoy, se encuentra en un estadio político radicalmente diferente, en que se ha culminado ya la construcción de un concepto irreal que no admite disputa (y que se intenta vender incluso como uno más de los derechos de nueva generación reconocidos a minorías étnicas o religiosas discriminadas) y la crispación irreversible del conflicto con un Estado intransigente. Y es que ésta es otra gran diferencia con Canadá, y una de las claves de su éxito en la gestión de la plurinacionalidad: el hecho de que la nacionalidad quebequesa goce de un reconocimiento mucho más saludable por parte del gobierno central y del Estado en su conjunto, así como el hecho de que éste haya participado constructivamente en la definición de las posibilidades políticas de Quebec (con la pregunta al Tribunal Constitucional y la posterior Clarity Act) en vez de dejar en manos de Quebec la creación de una concepción ideológica susceptible de ser negada. Esto nos indica que posiblemente, si aquí el gobierno español hubiese reaccionado desde el principio de este conflicto con un talante más conciliador, el soberanismo catalán no habría canalizado sus anhelos hacia una irracionalidad que ha devenido un criterio político de arbitrariedad.
Para finalizar, consideremos posibles soluciones, tal vez posibles maneras de amoldar este conflicto a las formas sensatas de la cuestión quebequesa: ¿podría el Estado central volver atrás y participar del proceso de diálogo? Parece poco probable que se dé la intención por su parte, y de todos modos ya se sabe que el nacionalismo ha evolucionado hacia un estadio de pérdida de respeto institucional y de carices unilaterales. Resta, seguramente como única salida alternativa, la reforma constitucional, que elimine la noción de indivisibilidad del Estado, posiblemente avanzando en la dirección federal (reconociéndose la posibilidad de plantear la secesión, por ende, a todos los territorios por igual). Pero, igualmente, tal vez eso no condujese más que a extremar peligrosamente el uso de tales posibilidades como armas políticas de presión por parte de los territorios ricos, conduciendo así a la progresiva deconstrucción de la colectividad nacional española. Es innegable que existen formas de solventar tales situaciones y de canalizar positivamente las divergencias en Estados plurinacionales, siendo Quebec un ejemplo magnífico; sin embargo, no parece que a día de hoy esa moderación pactista pudiera ser del agrado ni del gobierno estatal ni del nacionalismo catalán, y es por ello falaz que se utilice Quebec como precedente para justificar el proceso soberanista, y mucho menos el derecho a decidir. Y las consecuencias no se harán esperar (a diferencia de lo que ha ocurrido en Canadá), pues en algún momento tanta esperanza irracional desbordará la paciencia social, y alguien tendrá que responder ante tan tamaña frustración colectiva por parte de los sectores soberanistas.
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