Por Sergio C. Fanjul.
Me ha costado mucho escribir este artículo. En un principio tenía varias semanas por delante para prepararlo. “Me iré documentando con calma”, me decía, pero cada día encontraba algo mejor que hacer: total, todavía quedaba tiempo.
Así me dediqué a unos arreglos en casa que tenía pendientes hace tiempo, fregué varias docenas de platos sucios y crucé la ciudad en varias ocasiones para realizar gestiones administrativas bastante infernales.
Todo ello fue harto productivo, pero el artículo seguía detenido, sin avanzar, sin comenzar siquiera. ¿Qué me ocurre?, pensé, ¡qué raro! Me di cuenta entonces de que estaba procrastinando su redacción (horrible palabro para la horrenda costumbre de dejar para mañana lo que podemos hacer hoy). Es decir, estaba siendo víctima de la actitud mental malsana sobre la que tenía que escribir. Estaba preso de mi artículo y yo mismo era mi objeto de estudio. Por lo demás, la procrastinación no era nada nuevo para mí, como no lo es para ningún ser humano. Busqué a un especialista para que me explicara por qué ocurre este fenómeno y localicé a Juan Francisco Díaz-Morales, profesor titular de la Facultad de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid, al que, por cierto, tardé varios días en telefonear porque siempre encontraba algo más urgente (o menos, pero más placentero) que hacer.
¿Qué me sucede?, le dije. “Definimos procrastinación como la tendencia a posponer el inicio o finalización de las tareas”, me explicó, “tendencia que genera sentimientos de inquietud, nerviosismo o abatimiento. Hasta que no se aproxima fatídicamente la fecha límite para realizarlas, no nos ocupamos de ellas. A veces resolvemos bien la papeleta, pero otras no”.
Los psicólogos dicen que no hay que confundir esto con la postergación racional de una actividad cuando se impone otra más importante. Eso es muy normal y muy recomendable. Al contrario, el procrastinador suele distraerse en otras tareas irrelevantes pero que ofrecen una satisfacción inmediata y no a largo plazo: un videojuego, ir a la nevera, las redes sociales, fumar un cigarrillo…
“Hay tres tipos de procrastinadores”, continúa Díaz-Morales, “los que procrastinan por miedo a hacerlo mal, los que lo hacen por pura indecisión y los que no encuentran la motivación necesaria hasta que no le ven las orejas al lobo”. El que firma esto se identifica especialmente con el tercer caso: hasta que no faltaban unos días para la entrega de este texto no sentí esa tensión creativa que me llevó a ponerme a ello con decisión y sin medias tintas.
Seguro que usted ha caído en la procrastinación alguna vez al posponer una tarea para otro momento más oportuno. Bien, no se preocupe, todos lo hacemos. Por ejemplo, el Dr. Díaz-Morales confiesa que él mismo, estudioso del asunto, deja muchas veces para más adelante tareas como hacer la compra o hacer reparaciones en casa. En casa del herrero, cuchillo de palo.
Explica el profesor que en muchos países hay en torno al 14% de individuos tendentes a la procrastinación. Y seguro que usted alguna vez ha bromeado con el asunto. Pero lo cierto es que puede tener consecuencias muy serias: si uno tiene esta actitud en el trabajo y es de los que no acaba con éxito sus tareas en el sprint final, puede ser despedido.
Mucha gente ha incidido en la procrastinación en sus acciones a la hora de hacerse chequeos médicos y ha sido diagnosticada de enfermedades, como cáncer o sida, cuando ya era demasiado tarde. El Dr. Piers Steel estima que este síndrome tiene un costo económico al año en EE UU de 1,2 billones de dólares y tiene claro que esta evaluación es muy baja para el coste real que se produce.
Además, hay casos extremos, como los de los procrastinadores crónicos, que lo son de manera patológica en casi todos los ámbitos de su vida. Relata el Dr. Steel en su recomendable libro Procrastinación (DeBolsillo) el caso del poeta romántico inglés Samuel Colerigde que arruinó su existencia por su fortísima tendencia a dejar sus asuntos para otro momento: no contestaba las cartas, no cumplía sus plazos de entrega y se eternizaba en acabar sus poemas.
Para colmo, era adicto al opio, una de sus distracciones favoritas. Uno de sus más célebres poemas, el Kubla Khan, inspirado por el sueño del laúdano, en vez de 200 o 300 versos que el poeta preveía, solo tiene 54. “Su existencia se convirtió en una sordidez de procrastinación, excusas, mentiras, deudas, degradación y fracaso”, según escribió Molly Lefebure. Y acabó triste, solo y perseguido por sus acreedores.
Hoy en día, los procrastinadores por antonomasia son los estudiantes universitarios, a quienes los psicólogos estudian, incluso, como un grupo aparte del resto de la población debido a su carácter intrínsecamente postergador en sus tareas. Si usted ha sido estudiante, lo entenderá a la perfección: es el momento de la vida en el que se combina la libertad del adulto con la falta de responsabilidades del menor y los objetivos a largo plazo como exámenes y trabajos… El cóctel procrastinador perfecto.
Pero ¿por qué procrastinamos nuestras decisiones? Cuenta en su libro Piers Steel que probablemente se trate de un asunto de la evolución. Los seres humanos somos iguales a como éramos hace muchos miles de años y nuestras preocupaciones han sido siempre inmediatas: comer, dormir, escapar del depredador, reproducirnos…
Estamos programados para actuar y obtener la recompensa en ese momento. Por eso preferimos entretenernos con cualquier cosa que nos dé satisfacción rápida (y cada vez hay más distracciones que nos bombardean desde todos los ángulos) que embarcarnos en un trabajo laborioso que nos será abonado o recompensado dentro de bastante tiempo. Aunque esta teoría no es compartida totalmente por toda la comunidad científica.
Afortunadamente, existen múltiples terapias y estrategias para la gestión del tiempo que pueden ayudarnos a dejar de procrastinar en nuestras ocupaciones (pero ya las contaremos otro día…). Y por suerte, cuando la fecha de entrega se atisbaba ya en el horizonte, como digo, y me empezaban a llamar de Yorokobu, dediqué todos mis esfuerzos a este artículo y este es el resultado, que creo que no ha quedado tan mal.
Ahora mismo son las seis de la mañana del día anterior a su entrega, tengo el cenicero lleno de colillas, profundas ojeras, y he tomados seis cafés. Espero que al menos hayan leído hasta aquí y no lo hayan dejado para otro momento venidero.
Por Sergio C. Fanjul.