Revista Psicología

Por qué el perfeccionismo es letal para la simplicidad (P1)

Por Paulo Mesa @paucemeher

Confesiones de un perfeccionista converso - Primera parte

Hace un par de días estuve en una conferencia donde una de las principales lecciones es que la gente que ha logrado resultados más relevantes en su vida es la que se ha permitido cometer más errores. Como es mi estilo, empecé a preguntarme si eso me aplicaba, si de verdad estaba "tan abierto" a cometer errores y salieron varios hallazgos. Esta entrada será una confesión. Meteré el dedo en las llagas de mi perfeccionismo del cual puedo decir con tranquilidad que es el mismo de muchas otras personas. Si a ti también te pasa, creo que tenemos mucho en común, si conoces a alguien que se te parece a lo que cuento aquí, entenderás de qué te hablo. Vamos al grano.

Cómo sé que soy perfeccionista

Los perfeccionistas vivimos cargando una pesada cruz que se llama: resultados. Nos medimos a nosotros mismos y a todo lo que ocurre dentro de un paquete de estándares bastante elevados. Es muy raro que las cosas nos satisfagan o nos lleguen a parecer valiosas, salvo que estas quepan dentro de los estándares de calidad y excelencia que le ponemos a todo.

A los ojos de los demás parecemos exigentes, casi "insaciables", desesperantes, imposibles de satisfacer. Con los años el perfeccionismo se nos va convirtiendo casi en una filosofía, en una forma "correcta" de ver el mundo y esta perspectiva se define a través de una sencilla idea: Si no sale bien, no valió la pena. Pero es ahí donde viene otra característica bastante contradictoria de los perfeccionistas: Como esperamos que las cosas salgan como queremos y dentro de los estándares de impecabilidad que nos fijamos, cuando efectivamente las cosas nos salen así no celebramos absolutamente nada porque simplemente estaba en el presupuesto que así salieran.

La tormenta viene cuando las cosas se desvían de su curso, tienen alguna "imperfección" o simplemente fracasan: nos sentimos lo peor que ha parido la madre Tierra, indignos de respirar su aire y de beber su agua. Nos damos látigo años después de cometido el error y difícilmente llegamos a un momento de perdón y reconciliación interior. Nuestras fallas nos persiguen hasta la muerte como una mancha de sangre en una camisa blanca: Eso jamás, por más que tratemos, se va a borrar de ahí.

En esta entrada hablo por el gremio. Los perfeccionistas entre sí nos queremos mucho porque es una "patología" que rara vez encuentra eco en más gente. Ahora bien, dije "patología" entre comillas porque con el tiempo se nos va volviendo como una enfermedad inconsciente. El perfeccionismo, cuando se sale de cauce, es una fuente de sufrimiento y de tremendas complicaciones vitales. Los perfeccionistas vivimos en permanente riesgo de enredarnos mucho la existencia. Pensamos todo el tiempo, tenemos los planes claros, nuestra mente está llena de diagramas de flujo, análisis de fallos potenciales, hojas de cálculo, espinas de pescado y cuanta artimaña cerebral se pueda tener para poder sobrevivir con un miligramo de sensación de control sobre la realidad.

El perfeccionista ¿Nace o se hace?

Como psicólogo, y sin hacer mucha investigación, más bien confesándome como un genuino perfeccionista, creo que es un 50-50, es decir, algo de rasgos de personalidad que vienen con uno y algo de la influencia del estilo de crianza. Pero bueno, no me voy a poner técnico con el asunto. Volvamos a la confesión: En mi caso personal puedo decir con tranquilidad que mi perfeccionismo vino de varios "programas mentales" que desde pequeño se grabaron en mi "Windows" interior y que durante varios años recibieron diversas actualizaciones y refuerzos. Algunos de esos programas venían con frases del estilo:

  • Repítalo hasta que quede bien hecho (todas las veces que fuera necesario...)
  • No hay razón para no quedar en el cuadro de honor de la clase... (varios años me rebelé...)
  • Aquí no recibimos mediocres...
  • Sin buenas notas no hay vacaciones...
  • No queremos cosas del montón (me demoré mucho en entender qué era eso del "montón"; siempre pensé que era alguna clase de grupo grande... "el montón")
  • Solo sirve que seas el mejor...
  • Vea, ya se parece a... fulano de tal que hace esto y aquello... no, no, no... aquí esas cosas no...

A estas alturas del partido me queda complicado juzgar todo el arsenal de creencias que se incubaron en estos y otros tantos programas que recibí. En todo caso, para resumir el cuento, mi vida pronto se convirtió en una lista de chequeo con dos polaridades sencillas: Aprobación vs. Castigo. Si todo me salía perfecto, si me destacaba, había aprobación, premio y afecto. Si no, todo lo contrario, y eso definitivamente no era tan agradable. Puede que contado así suene duro y radical, pero hablo en realidad de un juego inconsciente, un juego que me costó años desenmascarar y mucho proceso introspectivo para entenderlo y poderlo aceptar. Estoy seguro que detrás de estos programas habían buenas intenciones: el interés genuino de hacer de mí "una gran persona" (con lo que sea que eso signifique), pero en muchos sentidos se llevaron al extremo y me complicaron la vida.

La montaña rusa de la autoestima

En esta vida me he encontrado con gente que se enorgullece de su perfeccionismo. Gente que incluso habla de eso como si se tratase de una gran virtud. No los culpo, ese es el jueguito oculto del perfeccionismo: Como hacemos las cosas tan bien hechas y todo nos queda tan pulido, como somos tan responsables y cumplidos, entonces es inevitable que nos caigan halagos de todos lados por "lo buenos que somos", "por nuestra excelencia" y por nuestra "gran capacidad". El truco es simple: en un mundo de ciegos el tuerto es rey. Por lo menos en mi país, con su cultura de incumplimiento, caos, "relajo" e irrespeto permanente de la palabra, los que honramos los compromisos somos unos animales raros.

La complicación con ser perfeccionista es que la autoestima vive expuesta. Los perfeccionistas ponemos mucho de nuestra valoración personal en manos de los resultados que obtenemos. Nos sentimos bien consigo mismos si logramos, y sobre todo, si logramos en grande, si descollamos, si no dejamos duda alguna, si nuestra victoria es contundente y aplastante. Nos perdemos de disfrutarnos muchas cosas. Vivimos obsesionados con la calidad y la "perfección" del resultado.

Para enredar un poco más las cosas, cuando a los perfeccionistas nos educan para agradar a los demás y para sentirnos valorados como personas por nuestros resultados perfectos, entonces el asunto se convierte en un cóctel molotov de prepotencia-suficiencia si hay logro, y absoluta vergüenza-autoflagelación si fracasamos.

Llega un punto en el que uno se cansa

Lo primero es que el perfeccionismo, como ya he dicho, complica bastante la vida; cuando eres perfeccionista haces todo con el cuádruple o quíntuple del esfuerzo necesario. Al poner tanto esfuerzo no te disfrutas nada, no te saboreas el camino, simplemente te obsesionas con llegar a un resultado. Puesto en una metáfora, es más o menos como subir una bella montaña por el camino más difícil, de la forma más artificiosa, pero obsesionado con mirar siempre hacia la cima y dejando de lado el olor de las flores, el sonido de la cascada, el canto de las aves y la brisa del viento... porque nada de eso aporta al logro del resultado, eso "te desenfoca". De paso, también se pierde de vista con facilidad el camino de menor resistencia, el camino del medio, el camino más simple. Yo he llegado a ser así de insoportable y también así de triste e insulso.

Menos mal abrí los ojos a tiempo (año 2009). Lo bueno es que en el perfeccionismo, como en cualquier adicción, llega un momento en el que uno toca fondo, un momento en el que no se puede caer más bajo. Es ahí cuando no queda más camino que probar el lodo y la podredumbre de mi propia miseria y decidir si quedarme ahí o hacer algo por avanzar. Años después, Mantenlo Simple existe y hablo de minimalismo y simplicidad con tranquilidad porque llevo años trabajando en eso. El perfeccionismo durante mucho tiempo me sacó de la fiesta de la vida, del disfrute, de la presencia, de la contemplación, de la sencillez existencial. Me mantuvo en un estado de mucho miedo porque mis cálculos perfectos siempre mostraban que las cosas estaban envueltas en un mar de riesgos que debía mitigar y cuando se actúa desde ese lugar todo se vuelve más recalcitrante y complejo.

El perfeccionismo me hizo alejarme de gente importante, enredarme en confrontaciones inútiles, perder mucho tiempo y por poco termina por ahuyentar al amor de mi vida. Cuando tuve de frente este demonio sólo tuve dos caminos: Dejarme devorar por él o devorarlo yo a él. Lo bueno de ser perfeccionista es que perder no es una opción y he aquí el resultado.

En la próxima entrada me centraré en la anatomía del demonio del perfeccionismo, en cómo lucía y en cómo decidí enfrentarlo. Quiero hablar mucho de él, porque conforme pasa el tiempo está cada vez más cerca de morir.

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