Ha comenzado el tiempo vacacional. El mío, vaya. Y no porque lo diga la órbita de la Tierra en inclinación adecuada con el Sol ni porque el termómetro juegue a subir y bajar. No. Nada de eso. El tiempo vacacional -el mío, vaya- comienza en el instante preciso en el que mi bata blanca del colegio se descuelga del perchero del despacho y llega en una bolsa verde hasta el tambor de mi lavadora.
Por eso el tiempo vacacional -sí, el mío- se divide en tres momentos claves: Navidad, Semana Santa y Verano. Así, con mayúsculas. Porque es más grande y a mi bata le dará tiempo a quedar blanqueada, planchada, perfecta para empezar su vuelta al cole -y yo con ella- dentro de dos meses. Por si acaso, esta vez me guardé de revisar sus tres bolsillos, para no lavar con suavizante los pequeños trozos de tiza que luego mi amigo Nacho me pide para sus clases, ni para dejar que sonara -claclac, claclac- el pin de mi nombre dando vueltas en lo profundo de mi lavadora nueva.
Y cuando mi bata esté ya seca, lista para ser planchada -que ya lo hago yo, Negre, que tú esto de camisas y tu bata no lo haces bien, me dirá Él-, volverá a la bolsa verde, aquí en el pasillo de la entrada, dispuesta en línea de salida y deseosa -la primera- para comenzar en septiembre a las aulas.