Ya hemos comentado aquí en alguna ocasión que el futuro de las organizaciones depende en gran medida de la capacidad de éstas para activar y aprovechar la inteligencia de todas sus personas, tanto de forma individual como colectiva, algo que solo es posible desde un nuevo paradigma de liderazgo que deje atrás los viejos modelos personalistas basados en el poder, la autoridad y el carisma. Si lees habitualmente este blog, sabrás que me refiero al liderazgo en red.
Para comprender la amplitud real de la situación a la que se enfrentan las organizaciones, es preciso entender que hablamos de un grado de cambio organizativo muy superior al que estamos acostumbrados. Para el reto al que nos enfrentamos en esta ocasión no sirven los cambios cosméticos, los típicos “cambiar todo para que todo siga igual” tan habituales en nuestras organizaciones.
En esta ocasión hablamos de cambio genuino. Hablamos de la necesidad de que se produzca un cambio profundo y duradero; de un cambio auténtico. Del tipo de cambio que no se puede imponer, que no se logra con las tradicionales estrategias de “gestión de cambios” a las que nos tienen acostumbrados las grandes consultoras. Hablamos, en definitiva, del tipo de cambio que únicamente se produce como expresión de una voluntad real de cambio por parte de las personas.
Es fundamental ser conscientes de esto, porque la transformación que precisan las organizaciones para su supervivencia solo tendrá lugar si cambia, de verdad, la totalidad de sus personas o, al menos, una masa crítica suficiente de ellas.
El motivo por el que la jerarquía dificulta este nuevo liderazgo es porque se trata de una estructura que se basa en el viejo paradigma y ese paradigma es incompatible con el actual. Veamos por qué.
El viejo paradigma del control busca la eficiencia en la ejecución y para ello se centra en buscar las estructuras más efectivas para que las órdenes se transmitan desde quienes las toman a quienes las ejecutan de forma rápida y sin cuestionarlas. Por esta razón, la jerarquía es una estructura que mantiene el “statu quo”, ya que busca la obediencia y la conformidad, no la discrepancia. Es lógico, porque su fin no es la innovación sino la transmisión y ejecución de órdenes, pero la innovación exige cuestionar el “statu quo”, explorar nuevos caminos, correr riesgos… Evidentemente, ejecutar sin pensar ni cuestionar choca bastante con la necesidad de activar la inteligencia colectiva.
Por otra parte, el viejo modelo se apoya y parte de una premisa clara: no todo el mundo sirve para ser líder. Esto pudo tal vez ser cierto en otros momentos históricos, en los que el acceso al conocimiento era mucho más restringido, pero desde luego no lo es hoy. La realidad de la que parte el liderazgo en red es precisamente la contraria: cualquier persona puede ser líder en un momento dado para una misión concreta.
El funcionamiento del liderazgo jerárquico implica además que es una minoría quién decide qué personas deben liderar la organización. Esta minoría se auto-erige como minoría cualificada, como minoría que está “mejor y más capacitada” para tomar esta decisión. Probablemente sea este el hecho que más frontalmente choca con el nuevo estilo de liderazgo que necesitan las organizaciones, ya que cae en una contradicción que deja patente el verdadero valor que se otorga a la inteligencia colectiva. Si realmente se cree en la premisa de la que parte la inteligencia colectiva “todos nosotros somos más inteligentes que cualquiera de nosotros”, ¿por qué entonces “solo unos pocos de nosotros deciden quiénes deben liderarnos a todos nosotros”?
Los líderes jerárquicos lo son simplemente porque así lo ha decidido la estructura jerárquica, no por criterios meritocráticos. Y todos sabemos que los criterios de elección obedecen con más frecuencia a intereses personales y a estrategias de poder que a capacidades reales. Y si esto no fuera así, sobrarían los cursos de liderazgo y de desarrollo directivo. En línea con lo anterior, el liderazgo en este paradigma es una cualidad que, al menos en parte, se presupone en las personas que ocupan determinadas posiciones en la jerarquía. Esto significa que el origen del liderazgo no es únicamente la persona sino también la posición que ocupa. En otras palabras, hablamos de un liderazgo basado en el poder, no en la influencia. En este sentido, la capacidad real de liderar es secundaria, ya que no existe la opción de no seguir al líder, porque quién no le sigue queda antes o después excluido de la estructura.
Por último, la jerarquía es el gran enemigo de la diversidad, algo absolutamente esencial para las organizaciones que tienen en sus personas su principal activo. No hay más que ver la estructura social de las jerarquías que dirigen las organizaciones tradicionales, al menos en sus niveles superiores. Son estructuras monolíticas en cuanto a género, edad, formación académica y valores, por citar solo unos cuantos de los muchos factores a considerar. ¿Alguien cree realmente que en organizaciones así la diversidad real es posible?
Todo lo anterior nos lleva a que, en las viejas organizaciones jerárquicas, las ideas se seleccionan, sobre todo, en función de quién las propone, apoya o impulsa. Para agravar la situación, quiénes las proponen, apoyan o impulsan son una minoría no representativa de la organización y poco diversa en cuanto a creencias, experiencias, visión y valores.
En las organizaciones del siglo XXI, una idea no puede seguir siendo valorada en función de quién la tiene o de quién la defiende, sino únicamente en función de su valor real como idea, algo que se sabrá si la idea consigue un respaldo colectivo suficiente para ser prototipada y, a partir, de ahí, en función de lo buena o mala que demuestre ser. Si tenemos en cuenta que las buenas ideas suelen conllevar cambios sustanciales en el statu quo, es poco probable que la jerarquía las fomente.
Por eso jerarquía y liderazgo en red son incompatibles, porque la jerarquía está al servicio del poder y la red está al servicio de las ideas.