Revista Coaching

Por qué lo que digas importa menos que el cómo seas capaz de decirlo

Por Kheldar @KheldarArainai

Este es un escrito que considero de vital importancia. Ya se ha defendido sobremanera en este blog la importancia de que no se trata de qué decir sino del modo en que se dicen las cosas, un cómo antes que un qué. Se ha hablado de las actitudes, de las intenciones… Pero hasta ahora no se había argumentado a favor de la importancia del manejo de la palabra. Y para ello se va a recurrir a un ensayo de Pedro Salinas, intitulado “El hombre se posee en la medida que posee su lengua“.

No habrá ser humano completo, es decir, que se conozca y se dé a conocer, sin un grado avanzado de posesión de su lengua. Porque el individuo se posee a sí mismo, se conoce, expresando lo que lleva adentro, y esa expresión sólo se cumple por medio del lenguaje.

Por qué lo que digas importa menos que el cómo seas capaz de decirlo

Ya Lazarus y Steinthal, filólogos germanos, vieron que el espíritu es lenguaje y se hace por el lenguaje. Hablar es comprender y comprenderse, es construirse a sí mismo y construir el mundo. A medida que se desenvuelve este razonamiento y se advierte esa fuerza extraordinaria del lenguaje en modelar nuestra misma persona, en formarnos, se aprecia la enorme responsabilidad de una sociedad humana que deja al individuo en estado de incultura lingüística.

En realidad, el hombre que no conoce su lengua vive pobremente, vive a medias, aún menos. ¿No nos causa pena, a veces, oír hablar de alguien que pugna, en vano, por dar con las palabras, que al querer explicarse, es decir, expresarse, vivirse, ante nosotros, avanza a trompicones, dándose golpazos, de impropiedad en impropiedad, y sólo entrega al final una deforme semejanza de lo que hubiese querido decirnos? Esa persona sufre como una rebaja de su dignidad humana. No nos hiere su eficacia por varias razones de bien hablar, por ausencia de formas bellas, por torpeza técnica, no. Nos duele mucho más adentro, nos duele en lo humano: porque ese hombre denota con sus tanteos, sus empujones a ciegas por las nieblas de su oscura conciencia de la lengua, que no llega a ser completamente, que no sabremos nosotros encontrarlo.

Hay muchos, muchísimos, inválidos del habla, hay muchos cojos, mancos, tullidos de la expresión. Una de las mayores penas que conozco es la de encontrarme con un mozo joven, fuerte, ágil, curtido en los ejercicios gimnásticos, dueño de su cuerpo, pero que cuando llega el instante de contar algo, de explicar algo, se transforma de pronto en un baldado espiritual, incapaz de moverse entre sus pensamientos; ser precisamente lo contrario, en el ejercicio de las potencias de su alma, a lo que es en el uso de las fuerzas de su cuerpo. Podrán aquí salirme al camino los defensores de lo inefable, con su cuento de que lo más hermoso del alma se expresa sin palabras. No lo sé.

Me aconsejo a mí mismo una cierta precaución ante eso de lo inefable. Puede existir lo más hermoso de un alma, sin palabras, acaso. Pero no llegará a tomar forma humana completa, es decir, convivida, consentida, comprendida por los demás. Recuerdo unos versos de Shakespeare, en The Merchant of Venice, que ilustran esa paradoja de lo inefable:

Madam, you have bereft me of all my words, Only my blood speaks to you in my veins.

Es decir, la visión de la hermosura le hecho perder el habla, lo que en él habla desde dentro es el ardor de su sangre en las venas. Todo está muy bien, pero hay una circunstancia que no debemos olvidar, y es que el personaje nos cuenta que no tiene palabras, por medio de las palabras, y que sólo porque las tiene sabemos que no las tiene. Hasta lo inefable lleva nombre: necesita llamarse lo inefable. No.

El ser humano es inseparable de su lenguaje. El viejo consejo de Píndaro: “Sé lo que eres”, el más reciente de Goethe: “Sepamos descubrir, aprovechar lo que la naturaleza ha querido hacer de nosotros, lo que ha puesto de mejor en nosotros”, pueden cumplirse tan sólo por la posesión del lenguaje. El alma humana es misteriosa, y en todos nosotros una parte de ella, es decir, parte de nosotros, se recata entre sombras.

Es lo que Unamuno ha llamado el secreto de su vida, de su propia vida. Y el lenguaje nos sirve de método de exploración interior, ya hablemos con nosotros mismos o con los demás, de luz, con la que vamos iluminando nuestros senos oscuros, aclarándonos más y más, esto es: cumpliendo ese deber de nuestro destino de conocer lo mejor que somos, tantas veces callado en escondrijos aún sin habla de la persona.

La palabra es espíritu y no materia, y el lenguaje, en su función más trascendental, no es técnica de comunicación, hablar de lonja: es liberación del hombre, es reconocimiento y posesión de su alma, de su ser. “¡Pobrecito!” dicen los mayores cuando ven a un niño que llora y se queja de un dolor, sin poder precisarlo. “No sabe dónde le duele”.

Esto no es rigurosamente exacto, Pero ¡qué hermoso! Hombre que mal conozca su idioma no sabrá, cuando sea mayor, donde le duele, ni dónde se alegra. Los supremos conocedores del lenguaje, los que recrean, los poetas, pueden definirse como los seres que saben decir mejor que nadie dónde les duele.

Pedro Salinas REFERENCIA: SALINAS, PEDRO (1995). “El hombre se posee en la medida que posee su lengua”. El defensor. Madrid, Alianza Editorial, pp. 288-291.

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