Una civilización empieza a decaer cuando pierde la confianza en sí misma. Yo todavía confío en mi civilización; por eso empiezo por titular así este artículo, algo que muchos podrían juzgar ya a estas alturas (o a estos declives) provocativo y no mero producto de la evidencia.
Occidente es la columna vertebral de la historia mundial de los últimos quinientos años; y en su malograda versión inicial, la que protagonizaron la Grecia y la Roma antiguas, lo fue durante más años todavía. A principios del siglo XV, sin embargo, Europa occidental era una civilización pobre y atrasada que todavía luchaba fatigosamente contra los estragos de la peste negra del siglo anterior, cuyas ciudades estaban llenas de miseria y carentes de condiciones sanitarias, y donde las guerras eran incesantes. Nadie hubiera creído entonces que a finales de siglo, con el Renacimiento ya en marcha, estaría comenzando una era que habría de colocar a la civilización occidental en la cúspide a la que ha llegado. Especialmente si consideramos que, por entonces, imperios como el otomano o el chino partían de una posición preeminente respecto de ella.
¿Qué es, en qué consiste la civilización occidental? Después de que hayan quedado difuminados sus límites geográficos al tomarla, en una u otra medida, como modelo de vida propio la mayoría de los países del mundo, podemos decir, para empezar, que Occidente es un determinado estilo de vida sustentado en unas peculiares instituciones. Los resultados de tal manera de estar en el mundo afectan a todos los ámbitos de la vida personal y colectiva: occidental es el arte que va de la Florencia renacentista a la música sinfónica o incluso a la de los Rolling Stones. Lo es el modo de producción capitalista, que se hizo posible, sobre todo, a partir de la acumulación de capital propiciada por el enorme incremento de la laboriosidad que tuvo lugar en los emergentes países protestantes. También es occidental la ciencia que, apoyada en el método hipotético deductivo, comenzó con Galileo, siguió con Newton y ha culminado con Einstein. Hay también un modo occidental de entender la religión que empieza en el cristianismo, sigue en el protestantismo y en el judaísmo… y llega hasta el ateísmo que Nietzsche sancionó. La medicina que tomó como modelo el mecanicismo cartesiano, y que ha hecho que no sea un problema la exigua esperanza de vida que había caracterizado a todas las épocas anteriores, sino su demasía, también es un producto occidental. Las instituciones democráticas que trajo la Ilustración son asimismo un producto genuinamente occidental… No podremos negar, sin embargo, otros productos de la civilización occidental realmente peligrosos y que han conducido de muchos modos a la catástrofe o amenazan con hacerlo (la contaminación ambiental, la amenaza nuclear, el nihilismo, las dos devastadoras guerras mundiales…), pero de momento (hasta el próximo artículo) vamos a despacharlos como emanaciones del abismo que surge después de elevarse a tanta altura.
Si queremos comprender algo en profundidad debemos dar con su causa, lo que los griegos llamaban su naturaleza: las causas eficiente y material (el origen) hasta Aristóteles; a partir de él, también las causas formal y final (lo que a través de ello se está camino de alcanzar). Conformémonos (vamos con prisa) con fijar la causa final de esto que llamamos Occidente en el objetivo que Hegel puso como culminación de la historia: la libertad, en busca de la cual transcurre el devenir del que nuestra civilización es la punta de lanza. Y rastreemos aquello que podamos fijar como su causa original. Ya cuento con algo que proponer como tal: el hecho diferencial que, igual que la bellota da lugar a la encina, hizo que naciera Occidente fue el descubrimiento de lo insólito; no de algún concreto fenómeno que pudiéramos catalogar de esa manera, sino de lo insólito como tal. O dicho de otra forma: la consideración que, a partir del siglo XIV con Guillermo de Ockham, pero sobre todo desde el Renacimiento, obtuvieron los hechos particulares.
Se partía de lo que, en filosofía, los escolásticos habían acotado como verdades universales preestablecidas. El modelo lo había fijado Platón en su momento: los hechos particulares eran sólo apariencia, un producto de la degradación de la Idea, de una verdad que no había que descubrir sino meramente recordar. El cosmos era algo cerrado, completo, acabado, previsible, ordenado y armonioso. Si a la experiencia se le ocurría importunar con algún fenómeno imprevisto, éste era tratado como mero accidente, desviación o aberración. La curiosidad que pudiera empujar hacia lo extraño había sido considerada por San Agustín como algo pecaminoso. Todo lo que ocurría estaba encerrado en la mente de Dios, y, como en el resto de las religiones, su divina voluntad, y no la de los pobres individuos, tan dada al descarrío, movía el orbe… o, mejor dicho, lo mantenía quieto dentro de la inamovible pecera del universo.
Según esa concepción, la materia era el producto de la degradación de la Idea; mutable y perecedera aquélla, eterna e inmutable ésta. Bajo este paradigma, todavía aceptable en los primeros tiempos de la modernidad, todo lo que acontecía en el reino de lo sensible tenía un trasfondo en aquel otro de las Ideas, que era el auténtico y prevalente, y al que lo mundano se supeditaba: todo lo que en el mundo acontecía quería decir otra cosa; lo material y obvio era sólo metáfora o trasunto de su oculta forma transmundana, la cual guardaba en lo oculto su auténtico significado. El espíritu, desde su alojamiento trascendente, dirigía el devenir de la materia, los fenómenos visibles eran sólo símbolo o señal manifiesta de algo que se escondía detrás. Una enfermedad, un sentimiento, un accidente, por ejemplo, estaban siendo en realidad algo que quedaba referido, a través de la astrología, a una determinada posición de las estrellas, cuyo movimiento respondía ya a criterios celestes, divinos; un hecho aparentemente azaroso designaba una oculta intención puesta en marcha por energías espirituales; un determinado ritual podía poner este mundo en conexión con el otro de las formas eternas y provocar mágicamente determinados efectos.
La ciencia, para el escolástico, debía de tomar en consideración los hechos universales, los habituales, los que la naturaleza, esto es, la mano de Dios, convertía en previsibles y sujetos a leyes generales. Incluso, ya adentrados en el Renacimiento y en los primeros años de la Revolución Científica posterior, aún se entendía en buena medida que hacer ciencia no era una labor de descubrimiento, sino de recuperación de verdades perdidas, de restauración de ideas que el pecado, el olvido y la decadencia habían hecho descender hasta el caos de lo aparente, múltiple y disperso. La verdad no era algo a conquistar, sino, como ya había dicho Platón, previo y anterior a todo lo que de la realidad (la realidad de las cosas concretas, tengibles e individuales) pudiera conocerse. Lo cual dejaba de hecho clausurado todo intento de conocer, de descubrir algo nuevo. Si la verdad era algo preestablecido, lo nuevo y por descubrir tenía difícil acomodo en ella.
Con el Renacimiento lo que ocurrió fue que, de manera revolucionaria, irrumpió lo singular, lo simple, lo individual; el individuo mismo como tal (y no como parte o mero instrumento de lo general) podríamos decir que fue un descubrimiento del Renacimiento que irían completando las etapas históricas subsiguientes. La observación de las cosas (de las cosas individuales), directamente a través de los sentidos o con la ayuda de esos amplificadores que permitían acercarse al macrocosmos en el caso del telescopio (inventado por Galileo en 1609), y al microcosmos en el del microscopio (inventado por Zaccharias Janssen, alrededor del año 1590), fue el paso necesario para llegar a convertir la verdad en algo no extraído del recuerdo, como Platón pretendía, sino en algo a descubrir o construir a través de la experiencia. La emergente ciencia experimental empezó a poner su interés en los hechos singulares, que el experimentador investigaba normalmente en la soledad de su laboratorio, provocando a menudo de manera artificial el hecho singular y excepcional. Los seres o hechos individuales no emanaban, según la nueva perspectiva, de un todo que les precediese (o como empezó a decirse en paralelo: no era Dios el origen, el creador de las cosas), sino que, por el contrario, eran ellos lo prioritario y la abstracción debía de acomodarse a lo que los hechos particulares exigieran. De esta nueva manera de ver las cosas surgió la ciencia moderna.
La historia de la Modernidad, en este sentido, vino a ser el relato del descubrimiento de ese desgarro, esa cesura entre lo ideal y lo real, entre lo firmemente establecido por las creencias vigentes y la continua irrupción de novedades y fenómenos imprevistos que las antiguas teorías eran incapaces de contener. Así, cuando en 1572 el astrónomo danés Tycho Brahe (1546-1601) descubrió una nueva estrella hasta entonces inexistente, una supernova que emitió su luz durante dieciocho meses para luego ir perdiendo intensidad, dejó maltrecha la idea de que el firmamento era una realidad celestial, perfectamente acoplada a su Idea platónica, y pasó finalmente a ser entendida como una realidad viviente, cambiante, en donde las estrellas nacían y morían. Y si bien Nicolás Copérnico (1473-1543) antes, y Johannes Kepler (1571-1630) después, pudieron persistir en la idea de que el sistema solar coincidía con las previsiones de la geometría y de las matemáticas en general, la realidad empezaba a mostrarse como un conjunto poroso y permeable en el que lo nuevo podía ya tener cabida.
El empirismo, la experimentación, la toma en consideración de los hechos singulares como algo previo a la formulación de teorías o abstracciones, empezó, pues, a ganar terreno poco a poco en el ámbito de la ciencia. Estrellas, microorganismos, nuevas regiones del planeta… desde lo más grande a lo más pequeño, un sinfín de nuevos hechos fueron irrumpiendo, favorecidos por la nueva forma de mirar, quebrando paulatinamente la vigencia de la antigua cosmovisión, para la cual lo particular, lo que procedía de la experiencia y lo meramente nuevo había sido algo engañoso y desdeñable. El todo, venía a decirse en conclusión, no era algo previo a las partes, y, consiguientemente, tampoco el todo social, lo preestablecido, lo simbolizado en el monarca o el tirano, debía de prevalecer o imponerse de forma asfixiante sobre el individuo, que, como pronto descubrió la Ilustración, era portador de derechos inalienables.
Y a todo esto es a lo que se llamó “Occidente”.