Revista Filosofía
“La vida humana está aprisionada en el tiempo –dice María Zambrano–. Y precisamente de este sentimiento del tiempo como cárcel, ha nacido en todas las épocas el afán de librarse de él”. Baudelaire proponía un método para, efectivamente, librarse de él, y nos instaba de esta manera a ponerlo en práctica: “¡Embriagaos! Hay que estar siempre borracho. Todo radica ahí: es la única cuestión. Para no sentir el horrible fardo del Tiempo, que destroza vuestras espaldas y os inclina hacia el suelo, es preciso emborracharse sin tregua.
¿Y de qué? De vino, de poesía o de virtud, a vuestro antojo, pero emborrachaos.
Y si alguna vez os despertáis en la escalinata de un palacio, en la verde hierba de un foso, en la mustia soledad de vuestro cuarto, habiendo disminuido o desaparecido la embriaguez, preguntad al viento, a la ola, a la estrella, al pájaro, al reloj, a todo lo que huye, gime, rueda, canta y habla, preguntadle qué hora es; y el viento, la ola, la estrella, el reloj os responderán: ‘¡Es hora de emborracharse! ¡Para no ser esclavos martirizados por el Tiempo, emborrachaos, emborrachaos constantemente! De vino, de poesía o de virtud, a vuestro antojo’ ”.
Baudelaire nos exhortaba, a fin de cuentas, para que huyéramos de la realidad, eso que de manera evanescente, como el río de Heráclito, discurre a lomos del tiempo, una realidad de la que, en el fondo, sin embargo, no podemos escapar: todo lo que hagamos, incluso intentar huir, habrá de contar con ella. Huimos porque, como también decía María Zambrano, “la necesidad de descubrir lo real y de enfrentarse con ello, ha tenido que luchar desde siempre con un pánico a la realidad”. Parece mentira, siendo ella tan poca cosa… o quizás, precisamente, por esa razón: según Demócrito, está hecha solo de átomos y vacío. George Santayana (Jorge Santayana en el original), en sus “Diálogos en el Limbo”, cuya lectura, según avisó aquí Carlota, recomendaba el otro día Fernando Savater (http://cultura.elpais.com/cultura/2013/11/25/actualidad/1385412473_528107.html), y precisamente suplantando, a través del artificio literario, la personalidad a Demócrito, dice de los átomos que “su ser es sustancia y movimiento y acción indomables, y añadirle pensamiento, impalpable y espectral, es añadirle locura”. Concibe como pensamiento cualquiera de las formas de la fantasía, que añadida a aquella locomoción ciega en que consiste la naturaleza (la realidad), “engendra la falsa opinión y envuelve a los desnudos átomos en un velo de sueños”. También Ortega decía: “Frente al objeto real que la razón descubre nace así el objeto deseable o “desideratum” que la fantasía, orientada por el deseo, construye. Nuestra mente fabrica leyenda”… fabrica locura.
Podemos llamar fantasía a cualquiera de las formas en que pretendemos huir de la realidad: Demócrito-Santayana lo llama directamente locura, pero si reservamos para esta una acepción más restringida, podríamos añadir también la huida que se manifiesta en los vahos de la embriaguez que tan enfáticamente Baudelaire nos recomienda, así como la que lo hace a través de esas convenciones interpretativas de lo real que conforman la cordura, y, de manera general, la que se propone como capa concéntrica enriquecedora de lo real y que constituye la cultura. Demos un paso más en nuestra reflexión: el hombre adquirió su estatuto de tal cuando, tratando de huir de la realidad, logró acceder al reino de la fantasía, cuando logró superponer al escueto campo que forman los átomos y el vacío el manto enaltecedor de alguna metáfora. El hombre y la fantasía (el hombre y la locura o la embriaguez o la cultura) son inventos coetáneos.
“Cultura” es una palabra que nos ha legado el uso conceptual que procede de ese ámbito utilitario y casi realista de ocupaciones en que consiste la agri-cultura, y que hace referencia al cuidado y aplicación que se ponen en las cosas con el objeto de perfeccionarlas; perfeccionar la realidad es añadirle unidad y reposo (lo que pretenden hacer, precisamente, los conceptos con los que los hombres cultos la investimos). El pánico que, como decía Zambrano, nos produce la confrontación directa con la realidad procede, por el contrario, de su inconsistencia, su fluidez, su futilidad, su fugacidad. Es la consecuencia de que, como decía Demócrito, esté compuesta de átomos (lo único que de las cosas persiste a través de los cambios) y vacío. A la naturaleza (la realidad), dice Demócrito-Santayana, “la encontrarás deshaciendo de mil modos lo que hace, intentándolo de nuevo cuando el fracaso es seguro, y despreciando los finos logros que alguna vez alcanzó”. Pero “si la división y el movimiento constituyen la naturaleza más profunda de las cosas, demencia sería más bien el vano deseo de imponerles unidad y reposo”. Solo “el vacío y los átomos, impasibles y siempre prestos, son eminentemente cuerdos”.
Vistas así las cosas, resulta que la cultura, el intento de aproximar las cosas hacia su ideal para que allí alcancen la estabilidad que la realidad no les da, es una subdivisión de la locura. Aún más dice Santayana por boca de Demócrito: “La locura es inseparable y a veces una parte predominante de la vida: todo cuerpo viviente es un demente desde el momento que busca internamente la permanencia cuando las cosas que lo rodean son inestables…”. Necesitamos, para vivir, fantasear, construir metáforas, escapar de la realidad… añadir locura a la absurda inconsistencia de la realidad. La locura es el sentido que intentamos añadir a una realidad que se nos presenta como absurda. Pero Don Quijote, al ver no molinos de viento sino esa metáfora suya que son los gigantes, no está ejercitando aquella forma tenue de locura que es la poesía, sino otra más severa e inoportuna. No cualquier locura es igualmente eficaz a la hora de añadir sentido al absurdo.
“A los ojos de la naturaleza –sigamos dejándonos llevar por Santayana–, toda apariencia es vana y mero ensueño, puesto que añade a la sustancia algo que la sustancia no es”; pero para vivir necesitamos de ese otro mundo aparente que se superpone al real, necesitamos perder la insoportable cordura que nos daría aceptar la realidad, esto es, que todo está hecho de átomos y de vacío. Es lo que hacen los depresivos, lo que hizo Don Quijote cuando, habiendo perdido la fe en sus delirios (“Yo hasta agora no sé lo que consigo a fuerza de mis trabajos”, dice, decepcionado, al final de la novela, mientras iba recuperando la cordura), decide recuperar la razón, adaptarse a la realidad. “Después de todo –reflexionan Santayana y su prohijado Demócrito– algún sentido tenía aquel sinsentido de Sócrates de que el sol y la luna estaban gobernados por la razón, pues continúan describiendo serenamente sus círculos, sin hablar ni pensar”, es decir, sin fantasear, aceptando lo que la realidad tenía previsto para ellos.
“Siendo tal la naturaleza y causas de la locura, ¿no hay remedio para ella?” (continúa aquella exposición que tuvo lugar en el Limbo). Si para vivir hay que adentrarse en la locura, parecería que la única solución para librarse de ella, como intuye el depresivo, es la muerte. “Mi medicina será más gentil –prosigue–; no prescribiré la muerte instantánea como único remedio. La sabiduría es una locura evanescente, cuando el sueño aún continúa pero ya no engaña”. Al sabio, al que es capaz de sobreponerse a su locura, “sus forzadas ilusiones no le engañarán más, puesto que conoce la causa de ellas, y en su mano está, si sucede lo peor, alejar de sí para siempre todas esas fiebres y dolores mediante un bebedizo de átomos arteramente mezclados. Mientras tanto, en interés de la vida humana, y antes de ponerse a indagar sobre su suprema vanidad, puede establecerse una distinción convencional entre locura y cordura. Creer en lo imaginario y desear lo imposible será llamado, con toda justicia, locura; mientras que, convencionalmente, serán llamados cuerdos aquellos hábitos e ideas que están sancionados por la tradición y que, cuando se los ejercita, no llevan directamente a la destrucción de uno mismo o de su propio país. Esta cordura convencional es una locura normal”. Mientras que el verdadero loco se autodestruye o acaban destruyéndole los demás para defenderse de él, el sabio domina su locura, la conjuga con la realidad. Como dice Ortega, y que eso nos vaya sirviendo de conclusión: “El ideal de una cosa o, dicho de otro modo, lo que una cosa debe ser, no puede consistir en la suplantación de su contextura real, sino, por el contrario, en el perfeccionamiento de ésta. Toda recta sentencia sobre cómo deben ser las cosas presupone la devota observación de su realidad”. Si necesitamos, como Alonso Quijano, realizar grandes hazañas y deshacer entuertos para dar sentido a nuestra vida, hagámoslo construyendo metáforas de lo real que no nos lleven por caminos alucinados, como a Don Quijote, sino respetando los límites de la realidad de la que huimos. Dejemos a Santayana la última palabra: “La locura es natural (…) y con frecuencia, por su inocencia o por su significación, vive en armonía con el resto de la naturaleza; en caso contrario, por las acciones que comporta, encuentra su sosiego en el castigo y la muerte”. Reconozcamos, en fin, que, como dijo el mismo Santayana en otro lugar, “el mundo material es una ficción; pero cualquier otro mundo es una pesadilla”.