No hay ninguna novedad en este lamento, quienes nos dedicamos a la Filosofía sabemos bien que ya desde su nacimiento ésta siempre tuvo que justificar su existencia. Nada más usual para un profesor de Filosofía que defender la legitimidad de su propio trabajo.
Quizá el prejuicio que más daño ha hecho a nuestro sistema educativo es el que distingue entre estudios de «ciencias» y de «letras». Es fácil adivinar la incomprensión de nuestros alumnos —también de padres y algunos compañeros— acerca de la necesidad de estudiar esta materia en un bachillerato «de ciencias». Es posible que muchos de ellos se sientan al fin comprendidos por los nuevos planes de estudios que relegan todos los saberes «inútiles» a un gran saco de optativas que, con suerte, ni siquiera se llegarán a ofertar.
Lo que no comprenden quienes han concebido ese currículum, ni quienes esperan su completa implantación, es que tanto la Filosofía, como la Música, la Plástica o el Latín y Griego, configuran insustituiblemente el pensamiento y capacitan precisamente para ese liderazgo y emprendimiento frente al cual parecen supeditar todo lo demás. La razón es simple: todas esas materias son creadoras de lenguaje. Y el límite del lenguaje, como afirmó Wittgenstein, es el límite del mundo. Nuestro mundo, será tan complejo y rico en matices como lo sea nuestro lenguaje. No se cansa de repetirlo Emilio Lledó: «somos lenguaje». La Filosofía tiene ahí mucho que decir, pues nos obliga a reparar constantemente en las palabras, esas que nos permiten comprender el mundo, a los otros y a nosotros mismos. No creo que podamos ofrecer a nuestros alumnos nada más útil que la libertad para crear lenguaje y la íntima necesidad de encontrar la palabra precisa.