Hace un año que estoy preso injustamente, acusado y condenado por un crimen que nunca existió. Cada día que pasé aquí hizo aumentar mi indignación, pero mantengo la fe en un juicio justo en que la verdad va a prevalecer. Puedo dormir con la conciencia tranquila de mi inocencia. Dudo que tengan sueño leve los que me condenaron en una farsa judicial.
Lo que más me angustia, sin embargo, es lo que pasa con Brasil y el sufrimiento de nuestro pueblo. Para imponer un juicio de excepción, rompieron los límites de la ley y de la Constitución, debilitando la democracia. Los derechos del pueblo y de la ciudadanía han sido revocados, mientras imponen el recorte de los salarios, la precarización del empleo y el alza del costo de vida. Entregamos la soberanía nacional, nuestras riquezas, nuestras empresas y hasta nuestro territorio para satisfacer intereses extranjeros.
Hoy, está claro que mi condena fue parte de un movimiento político a partir de la reelección de la presidenta Dilma Rousseff en 2014. Derrotada en las urnas por cuarta vez consecutiva, la oposición eligió el camino del golpe para volver al poder, retomando el vicio autoritario de las clases dominantes brasileñas.
El golpe del impeachment sin crimen de responsabilidad fue contra el modelo de desarrollo con inclusión social que el país venía construyendo desde 2003. En 12 años, creamos 20 millones de empleos, sacamos a 32 millones de personas de la miseria, multiplicamos el PIB por cinco. Abrimos la universidad para millones de excluidos. Vencimos el hambre.
Aquel modelo era y es intolerable para una capa privilegiada y preconcebida de la sociedad. Ha herido poderosos intereses económicos fuera del país. Mientras el Pre-sal despertó la codicia de las petroleras extranjeras, empresas brasileñas pasaron a disputar mercados con exportadores tradicionales de otros países.
El impeachment vino para traer de vuelta el neoliberalismo, en versión aún más radical. Para ello, sabotearon los esfuerzos del gobierno de Rousseff para enfrentar la crisis económica y corregir sus propios errores. Se hundió el país en un colapso fiscal y en una recesión que aún perdura. Prometieron que bastaba con sacar al PT del gobierno para que los problemas del país se acabaran.
El pueblo pronto percibió que había sido engañado. El desempleo aumentó, los programas sociales fueron vaciados, escuelas y hospitales perdieron dinero. Una política suicida implantada por Petrobras hizo el precio del gas de cocina prohibitivo para los pobres y llevó a la paralización de los camioneros. Quieren acabar con la jubilación de los ancianos y de los trabajadores rurales.
En las caravanas por el país, vi en los ojos de nuestra gente la esperanza y el deseo de retomar aquel modelo que empezó a corregir las desigualdades y dio oportunidades a quienes nunca las tuvieron. Ya a principios de 2018 las encuestas señalaban que yo vencería las elecciones en primera vuelta.
Era necesario impedir mi candidatura a toda costa. La Lava Jato, que fue telón de fondo en el golpe del impeachment, atropelló plazos y prerrogativas de la defensa para condenarme antes de las elecciones. Habían grabado ilegalmente mis conversaciones, los teléfonos de mis abogados y hasta el de la presidenta de la República. He sido objeto de una conducción coercitiva ilegal, verdadero secuestro. Me volcaron mi casa, voltearon mi colchón, tomaron celulares y hasta tablets de mis nietos.
Nada han encontrado para incriminarme: ni conversaciones de bandidos, ni maletas de dinero, ni cuentas en el exterior. A pesar de todo, fui condenado en un plazo récord, por Sergio Moro y el TRF-4, por “actos indeterminados” sin que encontraran ninguna conexión entre el apartamento que nunca fue mío y supuestos desvíos de Petrobras. El Supremo me negó una justa petición de habeas corpus, bajo presión de los medios, del mercado y hasta de las Fuerzas Armadas, como confirmó recientemente Jair Bolsonaro, el mayor beneficiario de aquella persecución.
Mi candidatura fue prohibida contrariando la ley electoral, la jurisprudencia y una determinación del Comité de Derechos Humanos de la ONU para garantizar mis derechos políticos. Y, aún así, nuestro candidato Fernando Haddad tuvo expresivas votaciones y sólo fue derrotado por la industria de mentiras de Bolsonaro en las redes sociales, financiada por una caja 2 hasta con dinero extranjero, según la prensa.
Los más renombrados juristas de Brasil y de otros países consideran absurda mi condena y apuntan a la parcialidad de Sergio Moro, confirmada en la práctica cuando aceptó ser ministro de Justicia del presidente que él ayudó a elegir con mi condena. Todo lo que quiero es que apunte una prueba siquiera contra mí.
¿Por qué tienen tanto miedo de Lula libre, si ya alcanzaron el objetivo que era impedir mi elección, si no hay nada que sostenga esa prisión? En realidad, lo que temen es a la organización del pueblo que se identifica con nuestro proyecto de país. Temen tener que reconocer las arbitrariedades que cometieron para elegir a un presidente incapaz y que nos llena de vergüenza.
Ellos saben que mi liberación es parte importante de la reanudación de la democracia en Brasil. Pero son incapaces de convivir con el proceso democrático.
Luiz Inacio Lula da Silva
Ex presidente de la República (2003-2010)
Artículo publicado en Folha de S.Paulo / Traducción de Cubadebate