Hace un tercio de millón de años, si necesitábamos comer, tan solo habíamos de auto-servirnos las bayas, frutos, insectos que hubiera a nuestro alrededor, un trabajo al que algunos miembros de la tribu dedicaban apenas un par de horas cada 2-3 días.
Cuando por fin ideamos las maneras de cazar bichos más grandes, con más músculo que ingerir (y más proteínas de las que nutrirse, lo cual incidió en un crecimiento mayúsculo de nuestro cerebro en poco tiempo), tampoco invertíamos mucho más tiempo. De hecho, la aplastante mayoría del tiempo *no* estábamos ‘trabajando’ para comer.
Inteligentes ellos: por muy primitivos que creyéramos que fueran, resulta que tenían (y se aseguraban de encontrar) el máximo tiempo libre para criar, pintar, tallar herramientas, mantener relaciones sexuales o sestear.
O sea: lo más divertido de la vida.
Incluso, a veces, hallaban el tiempo para hacerse las mismas preguntas que nos hacemos ahora para moldear deidades (y respuestas) que pudieran explicar su presencia en el planeta, manifestándolas en arte o en los rituales de enterramiento.
En otras palabras: pensaban.
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Miles de años después, y hasta hoy, nos encontramos con un panorama algo diferente: nos pasamos cada semana la gigantesca mayor parte del tiempo en un trabajo (o buscando uno, o formándonos o endeudándonos para hallar uno mejor). Y estas actividades consumen tanta, tantísima energía, que para cuando queremos regresar a casa por la tarde estamos tan exhaustos (y aún tenemos que cocinar, comprar, atender a los niños, pasear al perro o hacerle caso al pariente) que no nos quedan fuerzas para pensar si todo esto merece la pena o tiene siquiera sentido.
No estamos hechos para trabajar tanto como quisieran los sacerdotes del FMI.
De seres pensantes nos hemos convertido en seres productivos (habitualmente para terceros que nos son indiferentes) esquilmando nuestro cerebro en el camino, convirtiéndonos en autómatas que generan riqueza para incrementar el PIB, cotillear en la máquina de café sobre el nuevo que acaba de llegar o la incompetencia de un superior con el cerebro igualmente aturdido; o trabajando para pagar impuestos que otro se va a llevar, deudas de cosas que no necesitábamos o estilos de vida basados en impresionar-a-otros que un día tragamos sin cuestionar.
En suma: todos aquellos objetivos que no nos interesan un guano.
Y así pasan los años hasta que un día nos sentimos desasosegados (o, directamente, deprimidos) porque llevamos años haciendo nada de lo que realmente querríamos hacer.
Es entonces cuando queremos pensar, adquirir perspectiva, reflexionar, decidir, tener cierta sensación de control sobre nuestro destino, nuestro futuro, nuestros objetivos.
Pero si nos ponemos a pensar (por nuestra cuenta, en nuestro cerebro, y cuando él lo considere propicio), el sistema nos castiga: el niño que deja de prestar atención ininterrumpida al Gran Maestro se le tacha de vago, de inútil, de asocial, se le condena con un síndrome y se le empastilla para que no se mueva de la foto. Y si nos ponemos a pensar en el lugar de trabajo, acabamos siendo tildados de improductivos, rebeldes, incómodos, desmotivados, desleales.
Lo importante: mantener a un individuo lo más estúpido posible.
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El cerebro tiene dos maneras de avanzar, de progresar, de crecer:
Una es prestando una atención completa a aquello que quiere aprender y que le es novedoso.
La otra es exactamente la contraria: dejar vagar la atención por ensoñaciones, ideas, fantasías, ese ‘soñar despierto’, que es la semilla de la creatividad: a nadie se le ocurría cómo construir un automóvil con un motor, pues todos estaban ensimismados creando mejores carruajes tirados por caballos. Tuvo que llegar Henry Ford para romper las reglas del juego y crear su primer modelo de vehículo – el cual solo llegó tras incontables intentonas fallidas surgidas únicamente después de hallar el tiempo y espacio para poder ‘pensar’ al dejar vagar su mente por opciones y experiencias y aprendizajes propios deslavazados que requerían que tan solo diera un par de pasos atrás e ‘hiciera el vago’ (es decir, que dejara de producir lo que producen los demás para ver si acaso estarían todos perdiendo el tiempo).
Einstein, cuando se bloqueaba en sus complejísimas hipótesis matemáticas se retiraba a tocar el violín. Google dedica un día a la semana para que los empleados dejen de producir y se dediquen a pensar en proyectos innovadores. En la escuela Wittering en Holanda está terminantemente prohibido por los profesores ‘interrumpir’ a un niño que se ha quedado ‘mirando a las musarañas’, ‘en Babia’, ‘en la luna’ o cualquier otro eufemismo para coartar la libre circulación de ideas por el cerebro de ese niño (que es, exactamente, lo que está sucediendo cuando su mirada –igual que la de un adulto- se pierde en el infinito).
No interfiramos en el modo de ‘crear’ que tiene nuestro cerebro: la mayor parte del tiempo ‘tenemos que’ estar dispersos – es una de las maneras de nuestra mente de crear ideas nuevas, planificar nuevos escenarios y, de paso, ahorrar energía pues prestar atención continuamente es extenuante.
Sobre todo si es a un jefe que nos paga para no pensar.