He estado pensando en que tengo poco tiempo. O, más bien, debería escribir: "el tiempo ha estado pensando que yo tenía mucha tarea". O, quizá, más correcto: "las tareas han estado pensando que se comían el tiempo". Y, además, suelo quejarme de mi falta de tiempo. O me quejaba, creo, porque el tiempo se ha detenido últimamente en mi propio sistema de gestión de tareas, que no las hace, ni las arregla, ni las tunea, ni las elimina, pero sí las almacena para que no se pierdan por los rincones del calendario, la agenda de tapa azul o los papeles de colores sujetados por clips que antes esparcía por la mesa de mi despacho.
Ahora, claro, tengo algo más de tiempo para pensar en qué aprovechar el tiempo, aunque el reloj del salón, el que me regaló Tíamariadolores, sigue caminando despacio e indescifrablemente para Niña Pequeña, una aguja detrás de otra, con el lenguaje incomprensible de las líneas de su esfera. Me levanto temprano, más temprano que de costumbre, y aunque nadie me entrega secretamente un premio, mi tiempo mañanero se dilata al ritmo del vaho de mi leche con cacao del desayuno, mientras tecleo, corrijo y planifico. Y el tiempo ese que se escondía detrás de las cortinas de la sala ahora aparece transformado y sin prisa.
No está mal. Estoy orgullosa de haber encontrado más tiempo, que no sabía dónde estaba, de tan oculto. Y si el Negrevercarruaje no se encontrara en el taller, quizá ese tiempo se expandería a límites que no alcanzo a ver ahora. Por lo pronto mañana por la mañana, si nadie lo remedia, el tiempo se quedará retenido entre una taza de té y un libro de muchas páginas, mientras espero a que Niña Pequeña salga de su semanal clase extra de inglés...