Revista Cómics

Portales

Publicado el 09 noviembre 2014 por Xavier Xavier B. Fernández
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En la ciudad de Terrassa, en una calle que sube hasta la antigua estación de ferrocarril, hay un pequeño comercio que vende café a granel y que sólo se puede encontrar de noche. Es pequeña, contiene un mostrador (tras el que se parapeta un dependiente de mediana edad, calvo y con gafas redondas) y, tras él, dos latas de café colocadas en un estante de vidrio. Si compras café de la lata verde, el paquete desaparecerá la primera vez que lo pierdas de vista; por ejemplo, tras dejarlo dentro de una alacena o encima de la mesa de la cocina. Si compras café de la lata marrón y, tras salir de la tienda, sigues camino hasta la estación, la encontrarás desierta, salvo por un taquillero que es exactamente igual al dependiente de la tienda de café. Si le entregas el paquete de café te dará un billete de andén. En toda la noche sólo verás pasar un tren, sin indicativos; si subes a él, no regresarás. Nadie lo ha hecho. En el Barrio Gótico de Barcelona hay una pequeña plaza de planta cuadrada, con cuatro fachadas y cuatro árboles. Caminando de un árbol a otro según un orden muy concreto se puede ver, en la esquina que da al este, la entrada a una calle que antes no estaba ahí. Es una calle estrecha, adoquinada y llena de librerías de viejo y tiendas de antigüedades. Otras calles similares arrancan o desembocan de ella. Ese laberinto de callejuelas puede recorrerse sin peligro, siempre que uno recuerde el camino de vuelta a la plaza de los cuatro árboles, y siempre que no se entre en ninguno de los comercios. Cuando alguien lo hace, el dependiente, que invariablemente viste de negro, cierra la puerta y corre la cortina interior que cubre ésta y el escaparate, cortina que siempre es tan invariablemente negra como su indumentaria. Es inútil aguardar; el comercio permanecerá así clausurado tanto tiempo como haya alguien en la calle esperando a que salga el que ha entrado. Si entonces nos vamos y volvemos otro día, el negocio y el dependiente habrán cambiado. Un comercial de charcutería que solía hacer ruta, con su automóvil y su catálogo, por las desiertas carreteras que en Castilla atraviesan interminables campos de trigo, relata que una vez, al verse obligado a parar el vehículo a causa del sobrecalentamiento del radiador, observó un camino de adoquines que se adentraba en el trigal; lo que le extrañó, pues había pasado muchas veces por allí y nunca había reparado en él. Los adoquines tenían un aspecto extraño, eran grandes, muy redondos y de un color claro, como pardo amarillento. Dado que necesitaba reponer el agua del radiador, entró con su vehículo por aquel camino, en la esperanza de encontrar alguna fuente o pozo. El camino desembocaba en una minúscula aldea, formada por no más de media docena de cabañas de piedra, de aspecto muy antiguo, colocadas en círculo alrededor de una pequeña capilla, también de piedra. No había nadie a la vista, ni personas ni animales, salvo unas pocas cabras pardas y un gran macho cabrío negro que, encerradas en un corralillo adyacente, le miraban con curiosidad. La puerta de la capilla estaba cerrada. En sus muros se abrían dos ventanucos enrejados, tras los cuales sólo se veía oscuridad y, a decir del comercial, se escuchaba, en un tono insólitamente quedo y lejano dadas las reducidas dimensiones del edificio, unos cantos, como de una coral muy lejana. El comercial pensó que quizá se tratara de una grabación que estaba siendo reproducida en algún aparato que alguien se hubiera dejado encendido en el interior. En la plaza en cuyo centro se erigía la capilla también había una fuente pública, y el comercial la usó para llenar de agua su recalentado radiador. Nadie apareció durante todo el tiempo que invirtió en efectuar esa operación. Dice que ya tenía el radiador lleno y acababa de bajar el capó de su automóvil cuando tropezó con uno de aquellos extraños adoquines redondos y pardos, uno que estaba algo suelto y sobresalía un poco, y por causa del tropezón el adoquín se giró un poco sobre su alveolo, revelándose como un cráneo humano. Cuenta el comercial que entonces sintió un escalofrío subirle por la espalda, pero que lo peor no fue eso, porque en aquel mismo momento el macho cabrío guardado en el corralillo se irguió sobre sus patas traseras, le miró a los ojos y pronunció con toda claridad su nombre: Ramón. Cuenta que entonces le entró el pánico y se metió a toda prisa en su vehículo. Estaba arrancando el motor cuando la puerta de la capilla empezó a abrirse; y mientras enfilaba el camino de vuelta a la carretera pudo ver, por el retrovisor, cómo de allí salían un cura con sotana larga y varios hombres desnudos, manchados con algo que podía ser pintura roja pero que parecía sangre. El comercial llamado Ramón no detuvo su vehículo hasta salir del camino empedrado con cráneos y verse de nuevo transitando por una carretera asfaltada; ni siquiera entonces se detuvo, sino que siguió a toda velocidad hasta detenerse en la primera estación de servicio que encontró, la cual le pareció confortablemente contemporánea y vulgar. Posteriormente ha vuelto a pasar por aquella misma carretera, pero nunca ha vuelto a encontrar el camino empedrado de cráneos: sólo el borde ininterrumpido de los inmensos campos de trigo, amarillos en verano, verdes en primavera, extendiéndose hasta donde se pierde la vista. Que se sepa, existen un total de noventa y nueve lugares como éstos en el mundo. Lugares donde, en determinadas circunstancias, aparecen ciertos accesos a no se sabe muy bien qué, no se sabe muy bien dónde. Entre estos accesos, llamados portales, también se cuentan una pequeña puerta de madera practicada en el muro exterior de Ciudad del Vaticano, en Roma; un viejo pozo en una plazoleta de la parte antigua de Venecia, del que a veces sale luz; un baño de señoras en el que cuelga perpetuamente el cartel de “no funciona”, situado al fondo de cierto supermercado de la ciudad de Texarkana, en el condado de Bowie, en Texas; una trampilla en el suelo de una panadería de Nueva Delhi, que si se abre a la izquierda revela la provisión de sacos de harina que se guarda en el sótano y si se abre a la derecha, una escalinata de piedra que nadie se ha atrevido a bajar. Se dice que los servicios secretos de varias naciones han elaborado catálogos de esos noventa y nueve lugares, pero que el catálogo más completo y exacto se guarda en un monasterio zen situado en la isla japonesa de Hokkaido. Es tarea de uno de los monjes, el más anciano, guardarlo en su celda. Cuando el monje muera, el prior le designará un sucesor, y así sucesivamente. Se dice que en la lista que guarda ese monje se detalla otro portal, el número cien. Nadie sabe dónde está situado, salvo el monje guardián, porque nadie salvo él puede leer esa lista.

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