Carola Chávez
Allá en los años ochenta, cuando yo era una chama discotequera, siempre me llamó la atención un personaje de la noche que cumplía orgulloso con una oscura labor:
era el portero de discoteca.
En Las Mercedes de entonces, y supongo que aún ahora, los locales de moda contrataban a un tipo, generalmente negro, siempre gigante y musculoso, y lo vestían de exótico punk mayamero, le ponían un sobrenombre tipo Miguelón y lo plantaban en la puerta para que no dejara pasar a quienes no merecían pasar. El portero de discoteca era la autoridad única, la última palabra, el juez supremo. De él dependían tu viernes y tu sábado y él lo sabía. Nadie tenía más poder que un portero de discoteca en la Mercedes un viernes a golpe de 11 de la noche. Tu vida (social) estaba en sus manos.
Los aspirantes a recibir la bendición del portero se iban aglomerando y él, con su vozarrón de cantante que no fue, ponía orden: “me hacen una fila aquí, ya, mariquitos” Y todos los mariquitos hacían una fila mientras que Andrés Machado Pietri y su novia, se bajaban del Mercedes y entraban directo, sin siquiera dignarse a mirar Miguelón que les sostenía la puerta derritiéndose de cortesía.
El talento de Miguelón consistía en saber quién es quién y actuar en consecuencia: A los dueños del país, puerta abierta, a los aspirantes, cola con esperanza, a los negros como él, humillaciones directas. Así funcionaba la puerta de la discoteca donde Miguelón era el rey.
Las sifrinas de Prados del Este lo saludaban confiazudas “Miguelóóón, corazón de melón!” y le plantaban un beso en cada cachete como si fueran amigos de toda la vida, y Miguelón las trataba de tú, coqueto, y las ponía a esperar ahí, “un ratico, ahí al ladito, mi amor, que yo te pasar ahorita”. Y ellas esperaban mirando feo a las menos sifrinas de El Cafetal, a las que, a pesar de los besos y la confianza, Miguelón las hacía esperar en la cola con el resto de los mortales.
”Carajo solo no entra y las chamas, de tres en tres”. Avanzaba lentamente la cola mientras Miguelón escaneaba el vestuario de los aspirantes. Tenía un prodigioso olfato para las falsificaciones y un conocimiento de marcas y tendencias que dejaban pálida a la mismísima editora de la revista Vogue.
“Pasa, pasa, pasa… ¡Epa! ¿Y para dónde crees que vas tú con esa chaquetica de cajero de banco?” Y toda la cola se reía del pendejo niche que de Este de Caracas no es, y que quiere entrar a la discoteca de moda, dónde ni uno mismo puede entrar…
A Miguelón no se le colaba un niche porque si de algo sabía nuestro portero era de gente como él. Aunque que claro, él era distinto, él sí tenía aspiraciones de ser “alguien en la vida” y míralo, ahí está, en las Mercedes -¿quién iba a decirlo?- el hombre más famoso de la glamorosa noche caraqueña. Y no va a venir ningún pendejo de barrio, con chaquetica de cajero de banco, a empañar el éxito de Miguelón, que consistía en que ningún Miguelón bailara jamás en la discoteca donde él creía que decidía quién podía bailar.
Miguelón rima con Falcón.
Ahí está Henri, el dirigente care’pueblo, el que baja el voto del “cerro“ y tal y cual. Siempre haciéndole el trabajo al sifrino. Hasta lo distinguieron nombrándolo jefe de campaña, cuando nadie quería serlo, porque sabían que la derrota era segura. Henri que aspira y desea y llega el viernes de discoteca y los sifrinos dicen que no van, que qué fastidio, que, o sea, que no es no. Entonces entra Henri a donde no lo dejaban entrar y tiene la pista de baile para él solito, pero en lugar de ponerse a bailar con tumbao, en lugar de llamar a los niches como él y montar tremenda parranda, se infla vanidoso, como “mira, mamá, lo logré”, como “por fin soy uno de ellos” y empieza a prometer migajas en dólares para “el pueblo bruto que no sabe un coño de eso” mientras intenta convertirse en el gestor del traspaso del verdadero botín a los sifrinos, que ahora sí lo van a querer.
Para el pueblo 70 dólares, para los ricos $60 mil millones del FMI y todo lo demás.
Desde la pista vacía, Henri baila sin ritmo ni gracia y a la vez que lanza un anzuelo salarial dolarizado a los funcionarios públicos, se le chispotea un tuit sádico de media noche donde promete botarlos a todos, por chavistas. Y lo dice porque le sale del alma, porque en su afán por agradar al sifrinaje aprendió a odiar como ellos, aunque se tenga que odiar a sí mismo. Y tuitea para parecérseles, como para que lo acepten quienes, precisamente, lo detestan por aspirar a ser como ellos, siendo tan niche. Tuitea para lo quiera la cacerolera de El Cafetal, la que en los ochenta hacía sumisa la cola de Miguelón. Henri quiere sus besos caceroleros, ignorando que ella solo besaba al portero para que la dejara pasar, para no quedar expuesta como una niche de esas del montón. Tuitea su odio Henri, para que lo quieran en Prados de Este, donde no lo quieren, porque allá quieren a Maria Corina Machado, que sí tiene abolengo y que odia a los niches de verdad, verdad.
En medio de la pista desolada, dice Henri que quiere bailar pegado con la Asamblea Nacional, cuyos diputados no han escatimados insultos e intrigas contra él, y que están en feroz campaña para que nadie vote le de ni un solo votico. Y Henri baila solo, pisoteando lo que le queda de dignidad, sin son, como para que no se le note el sabor tropical que una vez, quizá, tuvo; y piensa que si gana, lo van a querer; que si gana, lo van a reconocer… A él sí, porque ya no es niche. Él se pulió, ¿no ves cómo habla despacio, pronunciando todas las
esessss, como supone que las pronuncia la gente del Country Club? Él ya no es aquel negrito con chaqueta de cajero de banco que Miguelón no dejó entrar a bailar, él es “alguien en la vida”, él es Henri Falcón, el portero de la discoteca MUD.
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