Revista Opinión

Portsmouth Sinfonia, el punk sinfónico

Publicado el 21 mayo 2016 por Miguel García Vega @in_albis68
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portsmouth_general¿Pueden tener algo en común los Sex Pistols y una orquesta sinfónica nacida de una escuela de música que interpreta eso que llaman clásicos populares?  ¿Podemos comparar la guitarra estridente de Steve Jones y los aullidos de Johnny Rotten con unos señores cómodamente sentados atacando con entusiasmo la obertura de Guillermo Tell? Si lo que cuenta es la actitud, sí.

Gracias a un buen amigo que me ha puesto sobre la pista, les quiero contar la historia de la Portsmouth Sinfonia, una orquesta en la que gente como Brian Eno o Michael Nyman probablemente empezaron el punk sin saberlo, a base de interpretar –por ejemplo en el Royal Albert Hall de Londres– a Strauss, Beethoven y compañía.

En la segunda mitad de los 70 aparece el punk, un estilo musical y una filosofía que llegaba a la música  popular para cambiarla. Bandas como The Ramones (considerados sus precursores) y, sobre todo, Sex Pistols lanzaban un grito: no hay futuro. Por resumir, aparte de consideraciones políticas, la filosofía del movimiento era que cualquiera podía hacer música si tenía ganas y algo que decir. No era necesario pasar por el conservatorio, el escenario era para cualquiera que se atreviera a subirse. Se buscaba asaltar los dogmas establecidos, tanto en mensaje como en forma.

Pero cuando llegan esas bandas que revolucionan el rock y pasan a la historia, la Portsmouth Sinfonia ya estaba allí. Sin hacer tanto ruido –si se me permite la expresión, un tanto inexacta–ellos ya habían inventado el punk.

portsmouthSinfonia
La  Portsmouth Sinfonia había nacido en 1970  en la Portsmouth School of Art con la misma filosofía. Los fundadores, entre los que destaca Gavin Bryars, compositor y profesor en la escuela, tuvieron la osadía de crear una orquesta abierta a todo aquel que quisiera tocar un instrumento. Solo había una condición: que no tuviera ni idea. ¿Un orquesta de no-músicos?

Esto último no es del todo cierto. Por un lado, entre los intérpretes no solo había completos neófitos; también había músicos, solo que se les cambiaba a un instrumento que no supieran tocar. Brian Eno tocaba el clarinete y Michael Nyman el bombardino, un instrumento poco común similar a una tuba pequeña. Pero, claro, el resultado de juntar a alguien que, como yo, no sabe ni soplar correctamente las velas de un pastel, con músicos competentes pero con el instrumento cambiado,  digamos que era un poco chirriante.

Tal como lo explica James Lampard, uno de los estudiantes fundadores “por la mañana fui a comprarme un saxofón y por la tarde me presenté en el primer ensayo”. Al llegar ya estaba preparado uno de sus directores titulares, John Farley. “Tenía un aspecto estupendo, pero ni idea de música. Recuerdo perfectamente el momento en que dio orden de empezar el vals de El Danubio Azul con la cuenta 1-2-3-4. Fue un caos total”.

Una cosa seria

Todo parece una gran broma, pero no lo era. O tal vez sí, una broma de las buenas, de las que llevan dentro mucho más significado de lo que aparentan. Aunque el cebo para el público era divertirse escuchando una pieza clásica mal ejecutada, la intención última era democratizar la música clásica hasta sus últimas consecuencias, abriendo las puertas de su aristocracia –una orquesta sinfónica interpretando a los clásicos– a quien quisiera. Con el resultado de reinterpretar al genio alemán y la ventaja de que, ya fallecido, no podía echarles del escenario a bastonazos. Tal vez se ganaron a pulso el título de “la peor orquesta de la historia”, pero lo suyo no era (o no solo) irreverencia, se buscaba una nueva mirada, un sonido distinto, una nueva sensación. Y vaya si lo lograron.

Hay que dejar una cosa muy clara: formar parte de la Portsmouth Sinfonia no suponía pasar un rato con los amigos para echar unas risas. Cogías por primera vez un violín o una flauta, vale, pero te comprometías a ir a todos los ensayos, a tomártelos en serio y a hacerlo lo mejor posible. Por eso se escogió desde el principio un repertorio de piezas populares, para que más o menos fueran conocidas por todos los intérpretes. Éstos se esforzaban por mejorar día a día, pero si por el camino no cogías el tono ni el ritmo apropiado seguías adelante recorriendo un camino nuevo, descubriendo sensaciones insospechadas por Richard Strauss o Mozart.

El experimento interesó lo suficiente como para grabar algunos discos. El primer single fue la obertura de Guillermo Tell, de Rossini. La leyenda cuenta que la experiencia de su escucha cambió para siempre la actitud de Leonard Bernstein hacia la pieza y tal vez hacia la música en general. Luego, bajo la producción de Brian Eno, grabaron en 1973 Plays The Popular Classics, con Trasatlantic Records; al que siguieron otros dos disco de clásica y uno final –en 1979– de clásicos del rock. Así habló Zaratustra,  la obertura de Guillermo Tell o El Danubio Azul, son algunos de sus hits.

Noche de gloria en el Albert Hall

La orquesta se había ganado una reputación, la que fuera, y querían dar un paso más. Se ofrecieron a dar un concierto para la BBC, que declinó amablemente la invitación, tal vez por no estar de acuerdo en la ejecución. De la música, no de la orquesta. Pero consiguieron nada menos que el Royal Albert Hall de Londres. El 28 de mayo de 1974, con la sala llena y gran expectación, llegó el momento culminante de la Portsmouth Sifonia. Muy bien contado en The Telegraph, permítanme que se lo explique a mi manera pero con entrecomillados del diario inglés.

Con todos los músicos en el escenario pensando ¿qué coño hago yo aquí? el recital empezó “abriendo un nuevo camino” con el Concierto nº 1 para piano de Tchaikovsky. Para ello contaban con la colaboración de una pianista profesional, Sally Binding, que accedió a adaptar la pieza del original Si bemol menor por un La menor, ya que “sostenidos y bemoles tendían a poner nerviosa a la orquesta”. A pesar de eso, la Portsmouth Sinfonia alcanzó momentos en los que “se conseguía profundizar” de manera muy penetrante en “ese dolor interior de Tchaikovsky”. También se atrevieron a subir al escenario un coro de 300 voces para interpretar el Aleluya de Haendel y, con su obertura de “1812” fueron capaces de “transmitir todo el horror de la guerra”.

A partir de ese momento álgido la orquesta sufrió una larga decadencia hasta su última actuación en 1979. Hoy día es una banda de culto, cuyos escasos discos están bien valorados en las subastas. Porque lo que nadie les puede negar es que su sonido no ha podido ser imitado por nadie.

Bonus track: Florence Foster Jenkins

Aunque en el fondo no tenga mucho que ver con la Portsmouth Sinfonia, si a llegado hasta aquí es probable que le interese la historia de Florence Foster Jenkins. Seguramente la señora Jenkins merecería un post entero para ella sola, pero no me resisto a hacerles un breve resumen. Nacida en 1868 en una familia rica, Florence siempre quiso ser cantante de ópera. Su padre se negó, ya que no le veía a su hija ninguna capacidad para serlo. Juzguen ustedes mismos.

En 1909 muere su padre y Florence decide eso que los cursis llaman “perseguir su sueño”, con la pequeña ventaja de poder dedicar una gran fortuna a su carrera musical. Es malísima. No puede sostener una nota ni seguir un ritmo y su registro es tan limitado como el mío. Tal vez más.  Pero ella persevera, da conciertos privados para un público selecto –o cautivo– y graba algunas piezas. En 1944, un mes antes de su muerte a los 76 años, llenó el Carnegie Hall, con un público más dispuesto a ver a una humorista involuntaria que a una cantante. Pero, por lo visto, a ella eso le daba igual. Al parecer se consideraba una gran cantante de ópera y creía que los ataques se debían a envidias y a que el público era ignorante y no estaba preparado para su talento, cosa ésta última en la que tengo que darle la razón.

Pero Florence era feliz cantando, y murió feliz considerándose una gran diva.

En mayo se ha estrenado en Inglaterra una película sobre ella. En agosto llegará a Estados Unidos. No he encontrado fecha para su estreno en España.  Abajo el tráiler.

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