Uno de nuestros hijos ha dado positivo en Covid. Llevaba varios días con mal cuerpo, y cuando perdió el olfato y el gusto, la confirmación era casi segura. Salvo eso, y un poco de tos, lo está llevando sin mayor problema. El resto de la familia estamos bien. Mantenemos una estricta distancia de seguridad con él de ocho mil quinientos kilómetros. Allí, en la Universidad de Oklahoma, se ha mudado durante la cuarentena a otra habitación en un edificio específico destinado a tal fin. Y él, con su actitud positiva de siempre, lo ha visto como una oportunidad para ponerse al día con sus "essays" y con el violín, ahora que le han invitado a una "master class". Además, tampoco perderá tantas clases, ya que las han cortado por una tormenta que ha dejado los termómetros "tiritando". Ya mañana acabará su aislamiento.
Las pocas personas que han sabido lo de su positivo, han torcido el gesto o la expresión. Unas por el miedo, creyendo quizás que también nosotros estaríamos asustados, intentando tranquilizarnos con argumentos sobre su juventud o su fortaleza. Otros por el estigma de una enfermedad para la que se reparten culpabilidades a discreción, especialmente en esta especie de fobia a los jóvenes que parece haberse extendido por todos lados, como si todo contagio debiera acarrear una culpa y un castigo. Pero no. Una vez que vemos que él está bien, no estamos asustados. Mucho más nos preocupó cuando de pequeño estuvo cerca de la peritonitis por una apendicitis mal diagnosticada, o cuando Samuel se abrió de lado a lado el labio en una caída por la escalera. En este caso, parece que una compañera de trabajo del supermercado le pudo contagiar trabajando. Pero si le hubiera contagiado tomando un café, viendo una película o contando chistes con los amigos, tampoco hubiéramos "culpado" a nadie de nada. Hoy, son cientos los titulares de noticias que se ensañan con las "fiestas de jóvenes" y con las "actitudes festivas", olvidando que más de uno fue joven y quiso también disfrutar de la vida con veinte años. Habrá quien piense que, como padres, deberíamos estar asustados o buscar culpables, viendo como está el "patio". Puede que seamos "padres asintomáticos", y no actuemos como muchos padres o madres hacen. Pero también puede ser que hayamos decidido no dejarnos arrastrar por esta narrativa absurda del "monotema" de la Covid. Puede que los padres debamos dar ejemplo, si aspiramos a que la juventud cambie el mundo con valentía. Y puede que hayamos decidido darle a cada cosa su importancia. En el caso del contagio de Pablo, la importancia parece no ir más allá de un resfriado o una gripe. Y las estadísticas y los estudios científicos lo avalan para su edad. Al menos por ahora. ¿Nos vamos a preocupar (ocuparse antes de tiempo) por las malas noticias que puedan llegar en un futuro, si acaso llegan? Mesura, pues. Controlemos las estridencias.Probablemente nos dirán que, cuando hay tantos contagios y tantos fallecimientos, razonar así puede ser frívolo o incluso irrespetuoso. De verdad que no. Nos sentimos profundamente apenados y afectados por tantas y tantas familias que están sufriendo por esta enfermedad y por sus consecuencias. Tanto las derivadas de un positivo, como las derivadas de las repercusiones por las medidas draconianas que se están adoptando, teóricamente para combatir el virus. Por eso queremos actuar con equilibrio en cada situación, y dar a cada circunstancia la importancia que tiene, sin dejarnos arrastrar por histerias colectivas o reacciones viscerales. De lo contrario, es como si quisiéramos acabar con los piojos utilizando un lanzallamas.
La semana pasada, Mey pasó un mal rato al ir a comprar dos botellas de leche al supermercado. A la salida, un señor vendía bolsas de mandarinas a un euro. Las bolsas eran del propio supermercado. Y las mandarinas, probablemente recogidas del suelo de alguna de las muchas fincas de la comarca. Era su forma de buscarse la vida como fuera. Le compró una bolsa, y ya en el aparcamiento la detuvo otra señora suplicándole que le diera trabajo en casa para la limpieza, o para cualquier tarea agrícola. Ya son varias las personas que se le han cruzado en esa misma tesitura. Gente que ya no puede ni poner un cartel en los locales comerciales, cerrados durante todas estas semanas. Mey la escuchó durante un buen rato. Toda su preocupación. Toda su inquietud. Quizás era lo que más necesitaba: ser escuchada y sacar esa angustia fuera. Lo de darle lo que llevaba en el monedero, quizás fue lo de menos.
Dramas así contrastan dolorosamente con los de personas, también cercanas, sufriendo por asuntos que nos podrían parecer triviales, comparados con los anteriores, como tener que ir a trabajar presencialmente, o tener que llevarse el portátil a casa "a la fuerza". Gente que te increpa por sacar la nariz de la mascarilla unos segundos para tomar aire y despejar el dolor de cabeza, o por tocar un documento que podría llegar a tocar otro. Pero, aunque el motivo del sufrimiento esté en las antípodas, dicho sufrimiento nos obliga a escarbar dentro de nosotros mismos, para hacernos conscientes de lo que nos está pasando. Y todo esto de la pandemia nos está removiendo mucho por dentro. Nos parezca justificado o no. Nos resulte más o menos trivial.
Este sábado era el primero que podíamos ir a comprar productos no esenciales tras casi tres semanas. La chica del hipermercado, muy simpática, nos soltó todo su arsenal de razonamientos y argumentos sobre la irresponsabilidad de la gente, sobre el pánico, y sobre la lucha encarnizada contra el virus. La escuchamos con el máximo respeto durante un largo rato. Necesitaba desahogarse. Era una chica encantadora y una comercial excepcional. Y ni Mey ni yo hicimos el más mínimo intento por contradecirla en nada. ¿Por qué colocarse en bandos distintos por tener una interpretación distinta de lo que está pasando? A ella y a sus compañeros estos días los habían increpado clientes, llamándoles "asesinos" o "criminales" simplemente por pedirles que se pusieran bien las mascarillas al entrar al establecimiento. Ninguna versión de la realidad es tan válida ni tan cierta como para justificar el enfrentamiento, la violencia o la simple falta de respeto. Pero la situación está generando estos graves trastornos, que no hacen sino apelarnos en la búsqueda del equilibrio.
Esta semana lo vivíamos también con la noticia de que la Princesa Leonor se iba a estudiar el bachillerato internacional a uno de los colegios en los que ha estudiado también Pablo. No somos precisamente monárquicos en casa, pero nos alegramos por el hecho de que la futura Reina pudiera vivir en primera persona una experiencia tan heterogénea y enriquecedora para tener una perspectiva de la realidad, alejada de los privilegios de palacio. Pablo, como le sucederá a ella, tuvo de compañeros a refugiados becados, a jóvenes que habían sufrido la esclavitud en pleno siglo XXI, y pudo experimentar los polos opuestos de este loco mundo. Eso, con 18 años curte mucho. Pero nos apenó enormemente comprobar cómo se denostaba sin conocimiento alguno el elitismo de esos colegios, con tal de socavar a la monarquía. Tanto fue así, que tuvieron que sacar un comunicado al respecto. Fines que justifican medios. Mi verdad frente a la verdad. Desequilibrios por doquier.
Muchas mañanas salgo a desayunar con un buen amigo del trabajo. Tenemos opiniones radicalmente opuestas en política, economía, y por supuesto sobre la pandemia. Y a pesar de que no rehuimos el contraste de pareceres, sin embargo, cada vez nos llevamos mejor. Cada vez colaboramos más en distintos proyectos de la oficina. E incluso hemos empezado a impulsar juntos un proyecto medioambiental fuera del trabajo. Somos muy distintos. Pero nos respetamos enormemente, compartimos la necesidad de dar el 100% en cada asunto en el que nos involucramos, y nos encanta el buen humor. Así que ¿qué más da lo que se piense o lo que se opine? ¿Acaso somos lo que pensamos, o simplemente SOMOS?
Vivimos una época loca y absurda en la que las cifras diarias de positivos por Covid dirigen nuestros pasos como Humanidad. Como si controlando las distintas olas de contagio de esos positivos, todo marchara bien. Pero olvidamos que hay otras cuestione que hay que cuidar. La de nuestra actitud, nuestra solidaridad y nuestra empatía hacia los demás. Ahí hacen falta muchos positivos. Muchísimos. Por eso, cada vez estamos convencidos de que esto no es tanto una crisis sanitaria o económica, sino sobre todo es una crisis humana que nos obliga a replantear a qué dedicamos nuestras energías. ¿Vamos a seguir desperdiciando nuestra energía mirándonos al ombligo, muertos de miedo, construyendo muros frente a los demás, viendo al vecino como nuestra amenaza, y sintiéndonos víctimas de lo que está pasando? ¿O seremos capaces de empatizar con los muchos sufrimientos que están viviendo los demás, sintiéndonos un TODO como Humanidad?
No nos engañemos. No va a llegar nada ni nadie que nos saque de ésta. Ni siquiera la "divina" vacuna. La vuelta a la normalidad como meta, o la recuperación de una felicidad que todos parecen añorar pero de la que parece que nadie era consciente entonces, no va a ser cuestión de arte de magia. Va a depender de la disposición a encontrar dentro de nosotros lo que siempre pensamos que estaba fuera, y buscábamos en una lucha frenética por todos lados. ¿Estaremos dispuestos a buscar y cultivar la felicidad desde el interior, o seguiremos esperando a que nos venga de fuera, o no las traiga alguien o algo?
Quizás no hayamos vivido una época que nos interpele tanto como ésta. Habrá que sacar todo lo positivo que llevamos dentro en esta época del Covid.