Vivimos una época de incertidumbres, de desengaños y de enorme desconfianza hacia todo aquello que antes nos parecía sólido –en expresión prestada del escritor Muñoz Molina- y nos proporcionaba seguridad. Hoy en día, la frustración y el descreimiento son actitudes que enseguida surgen ante cualquier verdad, cualquier institución o cualquier iniciativa. No nos creemos ya nada y todo lo ponemos en duda. Y tenemos mucho miedo. Miedo a todo. Si algo caracteriza a la sociedad contemporánea posindustrial es la vivencia del miedo, miedo a perder lo poco que conserva ésta de dique contra el infortunio, en cualquiera de las formas en que suele presentarse: material, moral, físico, etc. Vivimos con miedo al futuro, que no sabemos qué nos deparará; miedo al líder que nos promete la luna, pero exige a cambio sacrificios y pobreza; miedo al “otro”, al que consideramos delincuente por ser diferente; y miedo al terrorismo, del que pretenden salvarnos constriñendo nuestras libertades. Estamos inmersos en una sociedad del miedo, un miedo que puede ser sumamente rentable a quien lo utiliza para mantener o aumentar poder, como revela el documental de la BBC, El poder de las pesadillas: el ascenso de la política del miedo*. Contribuye a fomentar esta actitud recelosa y de temor, entre otras cosas, el derrumbe de los sistemas sociales que tejían una red de protección que impedía que nos estrelláramos cuando el destino –el paro, la enfermedad, un accidente, etc.- nos empujaba al abismo. Por ello, nos hemos vuelto descreídos, quejitas y miedosos, sin asideros ni verdades a los que aferrarnos.
Este ambiente enrarecido es propio de la posmodernidad, de esta época en que la frustración es consecuencia inevitable del fracaso de aquel mundo racional que pretendíamos construir basado en el desarrollo tecnológico, la supremacía de la ciencia y la bondad innata de nuestras iniciativas y certezas. Con ellas pudimos superar el antiguo orden natural regido por Dios para elaborar otro más humano, regido por el racionalismo, sin cabida para las supersticiones o las creencias. Pero guerras mundiales, exterminio racial, campos de concentración, bombas atómicas y demás demostraciones de la capacidad humana para la destrucción y el odio nos arrancaron de ese mundo perfecto en el que imperaban la razón y la ética, con su bagaje de derechos humanos, libertades, respeto, justicia, progreso y bienestar. Pronto se destruyeron las certezas absolutas, esas verdades que considerábamos coherentes con la humanidad, con la realidad. Lo absoluto se hizo añicos y se fragmentó. Ya la razón no era absoluta, ni suficiente, ninguna verdad era absoluta, sino perspectivas fragmentadas, aspectos parciales de una realidad tan ecléctica como las distintas versiones de una melodía.
La democracia, por ejemplo, dejó de ser un sistema casi perfecto, justo y ecuánime en cuanto apareció la corrupción y la erosionó hasta extremos inimaginables que abarcaron las más altas instancias y los escalones más insignificantes: desde un Ayuntamiento hasta la Casa Real, pasando por los partidos políticos, los representantes de la soberanía popular y las instituciones. De servir al pueblo, la democracia ha devenido instrumento al servicio de los corruptos para su enriquecimiento personal. Desconfiamos de ella y de ello se aprovechan unos y otros, sean casta o populistas, que manejan nuestra voluntad a su antojo. También los mercados ningunean a la democracia en su pretensión, totalmente conseguida, de ser la única razón que todo lo mueve, todo lo consigue, todo lo compra. Los mercados dictan nuestras leyes, dictan nuestros deseos, dictan nuestros comportamientos y eligen a nuestros gobernantes, sin estar sometidos a ningún control y sin depender de ningún sufragio electoral. Es el poder del dinero, la fuerza omnímoda del Capital. Él, y no nuestra voluntad, da forma, conforma nuestras sociedades imponiendo sus reglas o sus condiciones, sin discusión y sin rechazo.
En esta época posmoderna, los hechos objetivos han dejado de ser incuestionables. Lo importante ahora es cómo los percibimos y, sobre todo, la emoción que nos causan. La conmoción (lo que mueve a la emoción) como vehículo para la formación de la opinión pública, fenómeno que explica el triunfo de un hortera, ignorante y mentiroso en la Casa Blanca. Trump es el máximo exponente de la política posverdad. Se trata de un nuevo estadio de la verdad, el denominado como posverdad, que arraiga en el presente y nos empuja a valorar las creencias más que la objetividad incuestionable de los hechos fácticos. Ponderamos como relevante la verdad sentida en vez de la verdad demostrada, revelada. Así, creemos que la inmigración nos debilita y no aceptamos el hecho de que nos fortalece, ayuda y enriquece. En este dominio de la posverdad, las ideas ya no tienen significados precisos, sino que se prestan a una sinonimia de connotaciones múltiples que amparan una cosa y su contraria. De ahí que ayudar a los trabajadores sea, de manera simultánea, facilitar el despido barato y ofrecer un contrato temporal miserablemente remunerado. O que la economía consista recortar derechos y prestaciones. Incluso que la justicia social se base en la fiscalidad del trabajo para que las rentas del capital apenas tributen, pobres crucificados a impuestos para que los ricos se beneficien de amnistías fiscales y múltiples exenciones a la medida.
Son tiempos, pues, de confusión para el común de la gente. Tiempos de incredulidad, hartazgo y desilusión, que nos llevan a pasar de todo., pero extraordinariamente provechosos para esa minoría que se hace más rica cuando a la mayoría la asfixia una crisis interminable. Tiempos en que los poderosos acumulan prebendan y privilegios cuando las estrecheces y dificultades castigan a los demás, reservándoles el empobrecimiento como único destino. En una época así no es de extrañar que se esté de vuelta de todo. Es un grado más de la posmodernidad que va más allá de la posverdad: es el postodo. Un estado de ánimo social del que se muestra indiferente ante lo que ocurre, una especie de anomia social surgida del desencanto, la apatía, la frustración. Estamos inmersos en el postodo porque todo da lo mismo. Las empresas van a lo suyo, los políticos luchan por sus poltronas, los sistemas de auxilio han de ser “rentables”, el Estado ha de ahorrar “gastos” en prestaciones y servicios, las ciudades son campos de batalla hostiles, los desconocidos son sospechosos criminales y cualquier hecho o verdad que teníamos por sólida es ahora interpretable o vacía de contenido. En un mundo así, donde cualquier mequetrefe puede sentarse en el sillón más poderoso del planeta, es más práctico, para evitar disgustos, pasar de todo, participar del postodo, la posverdad y el posmodernismo. Total, siempre nos tocará pagar los platos rotos._________
* Citado por Zygmunt Bauman en Tiempos líquidos, pág. 27.