Revista Cultura y Ocio

Postal de viaje (III)

Publicado el 02 julio 2014 por Regina

Nuevitas es mi tercera y última parada de este raudo pero no veloz viaje. El trayecto Santiago-Nuevitas demora ocho horas, dos de ellas en el tramo de dieciséis kilómetros entre Manatí y Camalote. Mi viaje es el penúltimo antes de la suspensión de este itinerario hasta que reparen la carretera. Un pasajero a todas luces habitual sugiere hacer el recorrido por Guáimaro, pero el chofer le informa que por allí la carretera está peor. La noticia recorre el ómnibus, casi todos los viajeros se conocen y conocen a la tripulación, se oyen protestas, pero no hay nada que hacer.
Es un viaje monótono, una llanura copada por árboles –y fíjense que digo árboles—de marabú. Veo vacas, las únicas en todo el viaje; un ganado flaco, manchas beige contra el pasto verde.
Me sobrecoge el fantasma del central Argelia Libre, antiguo Manatí. Algunas estructuras desvencijadas y dos chimeneas dan testimonio. Crecí escuchando la frase “sin azúcar no hay país”, era algo tan sobreentendido que chocar con la ruina de la industria que nos diera el título de “la azucarera del mundo”, inevitablemente me lleva a pensar en quiénes recae la responsabilidad de un desastre de tales proporciones.
Nuevitas, puerto de mar… No logro distinguir el puerto, la fábrica de fertilizantes nitrogenados lanza un humo amarillento y amenaza lluvia. El nublado refresca, no hay árboles; Nuevitas es una ciudad industrial, irregular pero monótona. El “trencito” es el sustituto del ómnibus, un vagón abierto tirado por un tractor, coches de caballos y bicitaxis.
Un imprevisto resulta hasta simpático. Mi visita coincide con la citación policial a los abogados de la Asociación Jurídica Cubana. Un hombre con gorra y espejuelos oscuros nos tira fotos y le devuelvo el detalle, lo que le desconcierta, le hace cruzar la calle apresurado y se pierde de vista. Son casi las cuatro de la tarde y me muero por desayunar. El único restorán de la ciudad es Nuevimar, donde somos los únicos comensales asediados por una legión de moscas. El agua en el vaso se ve turbia y sabe mal. Se demoran en servir, tengo hambre pero como con aprensión. Me desquito luego en una dulcería particular con una variada oferta. La falta de café me tiene con dolor de cabeza.
Los abogados están muy apenados por el imprevisto policial; yo estoy exhausta, trasnochada, con más de diecinueve horas de viaje en menos de tres días; y todavía falta el viaje hasta La Habana y por mi falta de experiencia voy a pasar frío en la Yutong. Así, prefiero dormitar un poco en la estación de ómnibus y trenes hasta las siete de la noche en que sale la guagua.
Desde la ventanilla logro ver un pedacito de costa, no veo muelle ni barcos. Nuevitas me recuerda un poco a Cojímar, pero sin el encanto de Cojímar.
Llego a La Habana a las cinco de la mañana. Un botero me pide siete cuc por llevarme, me lo deja en tres cuando amenazo con buscarme otro taxi. A las cinco y media ya estoy en casa durmiendo.


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