Era domingo y Zug se había volcado hacia el paseo de su lago. Habíamos salido muy temprano en la mañana desde Trier, en Alemania y sabíamos que el camino luciría despejado durante las casi cinco horas de ruta. Sabía también que la perfección de la carretera me haría dormir la mayor parte del trayecto y eso hice, para solo despertarme con algunas ruinas o castillos que se podían ver a lo largo del recorrido. Viajábamos de Alemania a una ciudad pequeña de Suiza, un domingo cualquiera, para tomar café, ver el lago, caminar por sus calles viejas, sorprendernos con lo costosa que puede ser Suiza aunque ya lo sepas, comer comida china sentados frente a un edificio del que sobresalía una nariz, arroparnos del frío aunque sea primavera, volver a caminar, respirar, caminar, ver la quietud y ser parte de ella. Todo gira en torno al lago, que también se llama Zug y desde donde se ven los alpes berneses, el Rigi y el Pilatus. Uno lo sabe porque lee con detenimiento el cartel cubierto de polvo a la orilla del lago y divisa la lejanía para darle nombre a los picos llenos de nieve. Es ahí también donde se levanta la ciudad vieja, desde donde se adivinan caminos que nos van a mostrar la inmensidad de la ciudad aunque sea pequeña. Zug es una ciudad siempre sonriendo para la foto. Zug es una postal.