por José María Romero
(fuente: masqueubuntu.blogspot.com )
Las ideas son el resultado de los hechos, y no los hechos de las ideas, y el pueblo no será libre cuando deje de ser inculto, sino que dejará de ser inculto cuando sea libre.
John Berger
G. (1972)
Dentro de las disciplinas de la arquitectura y del urbanismo
existe miedo, por ignorancia, a reconocer que la forma de trabajo, los objetos
que se proyectan fruto de las herramientas de trabajo, y el uso que se propone
que se haga de estos objetos, es fascista. Es decir, es jerárquica,
unidireccional (sentido de arriba abajo), opresora (la mayoría de las veces), y
siempre autoritaria. La arquitectura siempre ha sido así, se podrá argumentar.
Aunque antes hay que advertir de que este texto, en lugar de seguir por una
crítica negativa a lo existente, desea contener una tonalidad alegre. O lo que
es lo mismo, exponer la potencia de una forma de trabajo radicalmente
alternativa que hace ver que el proyecto de arquitectura y de urbanismo podría
ser una nueva versión, la 2.0, y dejar la manera de trabajar anterior como una
mera práctica arqueológica.
Es cierto, también se pueden plantear las cosas —las
arquitecturas y sus procesos— de otra manera.
Pero ¿qué es una práctica de autonomía y cómo se produce?
¿Cómo afecta al proyecto arquitectónico y a la arquitectura? La libertad en el
sentido clásico hay que entender que es una virtud, una perfección, como
explicaba Spinoza. Nada puede atribuirse a ella que tenga que ver con un defecto
o con impotencia. Una práctica de autonomía es aquella que produce más libertad
y más potencia de ser en el individuo y/o en la colectividad que se implica en
la práctica. La libertad es una necesidad de la condición ser hombre.
Una característica de la libertad es que no se puede tener.
Es una práctica, un ejercicio. Cuanto mayor sea el grado de libertad que ejerzan el
individuo y/o la colectividad —es decir, más radical sea la práctica de
autonomía—, mayor es el aumento de potencia de cada uno de ellos. Lo que hace
aumentar el ser de cada uno de ellos en cantidad y calidad. No según una
cuestión moral (cómo se debe ser), sino según una actitud ética (cómo se puede
ser).
Una segunda característica de las prácticas de autonomías es
que no sea otorgada, ni evidentemente dictada, desde fuera del individuo o de
la colectividad que ejercen esas prácticas. Esto es, deben ser inmanentes al
individuo o a la colectividad, y no trascendentes. No puede dictarse una norma
previa de una instancia exterior ni superior para que alguien o un grupo ejerzan
una práctica de libertad si ese grupo, autónomamente, no la asume como propia.
Y por ello puede transformar la norma cuando lo estime oportuno.
Una tercera característica es que no existe un criterio
científico ni objetivo válido para producir una práctica de autonomía.
Únicamente es válido el criterio de la colectividad misma, según sus
experiencias, tiempos, necesidades, deseos, preferencias, etc. Esto obliga a
crear un «espacio público de
pensamiento abierto a la interrogación», donde se aprende, al mismo tiempo que se ejercita la práctica de
autonomía, la posibilidad real de «pensar
por sí mismos».
Una cuarta característica es que las prácticas de autonomía
unen solidariamente la forma en cómo se actúa y el contenido o fondo de la
misma en una única cosa o proceso: la forma es el propio contenido. O el fondo
de la práctica es la forma. La forma y fondo
coinciden. Se aprende a ejercitar la libertad siendo libre, es decir,
ejercitando prácticas de autonomía, no hay otra posibilidad. Tampoco se puede
obligar a nadie a ser libre.
http://www.manuelrivas.com
Prácticas de autonomía y arquitectura
Al intentar asociar las prácticas de autonomía a la
arquitectura se produciría un cambio importante —nos atreveríamos a decir
fundamental—, que podría afectar a los cimientos de la arquitectura. Lo que
parece mentira es que esta posibilidad esté tardando tanto tiempo en aparecer
como objeto de pensamiento primordial dentro del mundo de la arquitectura «culto».
En definitiva, nos referimos a la cuestión de que los
habitantes decidan sobre su propio espacio vital, en todo momento. Pero ¿qué es
lo que sucedió para que se usurpara una decisión vital a unos ciudadanos? No
sólo a tener que comprar el espacio donde van a vivir sin haber dado una opinión,
sino a modificar sus hábitos de vida de acuerdo con una idea (una ideología),
la mayoría de las veces ajena a ellos.
Hasta ahora la arquitectura —con el permiso del promotor—,
se ha basado en la jefatura de un arquitecto con el poder sobre el proyecto y
la obra, en principio casi absoluto. Existe toda una organización jerárquica
clara que ha visto cómo los demás operadores deben aceptar las decisiones del
jefe (la etimología de la palabra arquitecto refuerza esta idea: arjétekton, jefe de la técnica). Esta
manera refuerza un proceso constructivo de dirección única que separa y aísla
las funciones que le corresponde a cada uno de los operadores que intervienen
en la construcción de la arquitectura. Y en el que el futuro habitante es un
mero consumidor.
¿Qué se puede hacer para que el habitante decida sobre el
hábitat en el que va a vivir? En realidad es muy fácil, y a la vez complicado:
que el arquitecto deje de ejercer funciones exclusivas que pueden desarrollar
otros. O cuanto menos, que ceda parte de la autoridad del ejercicio de esas
funciones a los usuarios. Que eche un paso atrás para que otros intervengan.
¿Qué se consigue con ello? Complicar el proceso constructivo
y las cosas, pero también enriquecerlos; conseguir fomentar una biodiversidad
que de la otra forma es incapaz de surgir; permitir que se cuide, se recree, se
potencie el ecosistema humano —el mejor recurso de que disponemos—, en toda su
riqueza y variedad. Así se pasa de hacer una obra a crear un proceso que sus
futuros pobladores pueden gobernar. Un proceso —y no sólo una obra— que depende
precisamente de ellos, que es lo mismo que decir que del propio ecosistema
humano en formación durante el proceso.
Lo interesante, lo complicado y lo apasionante de este
proceso es que, como el nadar, que no se aprende nada más que nadando, la
participación del futuro usuario en el proyecto del espacio que se construye no
se consigue nada más que participando. En este sentido hay que distinguir entre
la participación del técnico «para» la comunidad, y la participación «con» la comunidad. En el primer caso el técnico no renuncia a su
privilegio jerárquico, aunque trabaje para la comunidad, mantiene sus ideas. En
el segundo caso el arquitecto se disuelve hasta cierto punto en una tarea común
que crea colectividad. El propio técnico forma parte de esa colectividad en
creación y en continua autotransformación. Se reajustan las subjetividades.
Pero como se ha dicho antes, no existe un criterio
científico ni objetivo sobre cómo deben hacerse las cosas, pues depende del
grupo que las haga. La tarea consiste en hacer como en la historia del jefe
indio que posee el gran prestigio de ser el más demócrata de todos los jefes,
pero que se mantenía de jefe durante décadas. Cuando le preguntaron que cómo
era eso posible, ser tan demócrata y durar tanto en el poder, respondió: «Es muy fácil, yo sólo mando a cada
persona lo que quiere hacer».
Texto extraído y adaptado de la conferencia de José María Romero El territorio de la arquitectura: la precisión de la libertad.
José María Romero es doctor arquitecto por la Universidad de Granada y profesor de la ETSA de Granada
Revista Arquitectura
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