Nota informativa: de ahora en adelante quiero inaugurar una sección en la que voy a publicar minirelatos que se me ocurran en el momento, sin pasarlos por un filtro de corrección o revisión, y sin siquiera publicitarlos por las redes sociales.
Lo que busco es publicar algunos textos con los que me he sentido bien mientras los escribía y que quería compartir. Vamos al lío:
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Encendió el televisor. Estaba muy indignado. Tras un paso rápido por cada uno de los canales volvió a apagarlo. Se levantó y miró por la ventana. Las luces de las farolas iluminaban un sábado que parecía como otro cualquier, mas no lo era. Era el preludio de una pesadilla, de un camino tortuoso que solo tenía dos salidas: vivir y morir. Y, para más complejidad, el camino de la vida, de la esperanza o de la ilusión era tortuoso, con pendientes pronunciadas y con árboles dignos de más terrorífica de las historias. No ocurría esto con la otra opción. Sería un tránsito fácil. Su mente se lo dibujaba cual crucero, sentado en su toalla, esperando a que el barco atracase en su último destino.
Le iba a explotar la cabeza si seguía pensando en algo así. Por ello, tras aclararse la garganta con un profundo quejido, se levantó del sillón al ritmo que este le daba una sonora despedida en forma de quejido. Había pensando en cambiarlo por uno nuevo pero, ¿para qué? Ahora no era el momento de perder el tiempo en tonterías materiales. Lo acuciante era la necesidad de su cabeza de filtrar el calor que circulaba con ella.
Abrió el refrigerador. Detrás de una serie de envases de comida de microondas encontró su premio. Una botella de esa cerveza que en las noches oscuras actuaba como bálsamo para sus heridas. Aliviando la presión de su cuerpo y dándole la orden a sus demonios para que le abandonasen y le dejaran dormir.
Sin embargo, hoy estos estaban de jornada intensiva. Ni la primera, ni la segunda, ni siquiera la tercera cerveza consiguieron que su nerviosismo se redujese un solo ápice. Aún peor, parecía que estos controlaban ahora aquel bálsamo y lo adulteraban a su voluntad para crear una sustancia tóxica. No tardó en sentirse mal y tener que acudir al baño a echarlo todo. Allí, con la cabeza apoyada en la taza, eligió su destino.
¿De qué valía la pena luchar? El doctor le había informado de que sus posibilidades eran escasas. Por mucho que le añadiese una retahíla de casos en los que el tratamiento fue satisfactorio a Héctor no le había convencido para hipotecar los pocos meses que le quedaban a una sola carta. Prefería que las dos que le quedaban las pudiese disfrutar. Se negaba a ver como se consumían.
Se sentó delante de su ordenador de última generación. Pensó que era irónico que a un amante de la tecnología como él no pudiese salvarle el progreso científico, el cual le había resignado el rol de ser una cifra más de esos datos que anuncian en las encuestas. Pinchó en la web de viajes y sacó un billete destino a Tokio. Solo de ida, la vuelta era innecesaria.
Se negaba a gastar su última carta antes descubrir el lugar con el que había soñado desde su infancia.