La autora quiere expresar su enorme agradecimiento al Ateneo Cultural 1º de Mayo de Madrid, y a los cinco jurados de la XX edición de relato corto "Meliano Peraile", por el detalle que con ella han tenido, pues el haber elegido un relato suyo entre 1.086 trabajos y haberle otorgado el primer premio ha sido un gesto de su gran agrado.
Aunque la autora no utiliza este blog para dar a conocer sus relatos, ha decidido compartir su premio con vosotros dado que el texto en cuestión es de humor (como intenta serlo este blog), y tiene la esperanza de que el mismo os regale una sonrisa, o dos...
El collar de calipias
Recuerdo la mañana en que mi mayordomo me entregó junto con la bandeja del desayuno el perfumado sobre. En su interior se encontraba una tarjeta de papel satinado escrita con letras inglesas doradas mediante la cual la familia Hereford decía tener el agrado de invitarme a la fiesta que se celebraría en su mansión el siguiente sábado.
Aguardé ansiosa a que llegara la fecha indicada, la crème de la crème de la sociedad acudiría al evento y no tenía dudas de que sería una velada encantadora.
A temprana hora del día en cuestión la peluquera, la manicura y la maquilladora llegaron a mi casa. La primera convirtió mi cabellera en un elegante peinado recogido que decoró con lúpsilas naturales teñidas del mismo color del vestido que llevaría en esa ocasión. La segunda suavizó mis manos y pies con productos varios y me pintó las uñas de color burdeos. Y la tercera me aplicó el maquillaje suficiente para que granos, costras, arrugas y manchas de mi rostro dejaran de ser visibles, y así mi cara fuese lo más diferente posible a la que era cuando estaba en su estado natural. Estrené un vestido corte autocracia escote palabra del santísimo de zegatina drapeada color lavanda que le quitaba alrededor de ocho kilos a mi figura. Como la ocasión lo ameritaba, acompañé mi atuendo con el collar de calipias de doce vueltas que había heredado de mi abuela con sus pendientes a juego. Por último me calcé unas preciosas sandalias de tabrillé de fino tacón, me puse mi abrigo de zelincho preferido y me subí al carruaje que me conduciría a la fiesta.
La mansión destacaba desde lejos debido a su preciosa iluminación. Al acercarme escuché que una soprano cantaba un aria de la ópera No me engañes más, por favor, no más. Cuando entré en el gran foyer me contemplé largo rato en uno de sus espejos; mi figura irradiaba glamour y me sentí satisfecha. Luego de subir la escalera de mármol blanco con balaustradas de ágata fui recibida por los anfitriones de la fiesta: Madame y monsieur Hereford. Un momento después me empezó a picar el lóbulo de la oreja derecha. Me rasqué todo lo disimuladamente que pude mientras Paul Jersey y su hermana Carol compartían conmigo detalles específicos sobre la enfermedad que tenía postrada a su madre; pero no sentí alivio. Me saqué el pendiente, y como los buenos modales siempre fueron de mis más preciadas virtudes, tapé con una de mis manos la zona, y con el índice y pulgar de la que me quedaba libre, pellizqué con fuerza el mencionado lóbulo; pero la picazón tampoco mermó.
Una vez llegados todos los invitados, los anfitriones nos convidaron a pasar al magnífico salón de fiestas. Los sirvientes empezaron a circular con bandejas repletas de caviar de gabelús, ostras del Ciel y copas con el mejor tarnot francés. Mientras bebíamos, Christine y Brenda Charolais me comunicaron que había sido elegida por unanimidad para jugar basketina con sus amigas el siguiente jueves. Acepté encantada. Justo cuando la orquesta empezó a tocar el famoso vals vienés Vete furcia vete sentí que me picaba la nuca. En ese momento Thomas Shorthorn me invitó a bailar y no tuve manos disponibles para satisfacer los deseos de mi piel. Ni bien terminó la pieza musical me retiré a la toilette donde pude rascarme sin disimulo, sin moderación y con mucho gusto. Al regresar al salón cogí otra copa de tarnot y me puse a charlar con la señora de Aberdeen Angus sobre su amplia colección de pieles de nusontrios. Lamentablemente tuve que abandonar la interesante conversación, valiéndome de una fútil excusa, porque mis piernas fueron invadidas por una comezón desesperante. Me aparté a un rincón del salón con la intención de rascarme allí desaforadamente sin que nadie me viese, y así lo hice. Cogí otra copa de tarnot y me la bebí sin respirar para relajarme, olvidarme de los picores y así poder disfrutar de la fiesta. Pero lo único que conseguí con el alcohol fue que la picazón se magnificara. Salí a la terraza con la esperanza de que el frío aire apaciguara mis ganas de arrancar cada centímetro de mi piel, pero a los pocos segundos de estar allí apareció Rick Hereford y me sacó a bailar. No me pude negar porque sabía de buena fuente que él estaba considerando pedirme en matrimonio, así que no podía hacer visible ni mi exasperación ni mi malhumor; esperaría a estar casada para ello. Estábamos en el medio del bolero Tus ojos están llenos de legañas cuando sentí lo que supuse que sentiría si una marabunta estuviera devorando mi cuello. Hice un gran esfuerzo por pensar en otra cosa, pero el control mental nunca fue lo mío y me vi obligada a soltar a Rick Hereford para clavar las diez uñas de mis dedos en ese sector de mi cuerpo. Puede que mis manos hayan sido un poco bruscas, puede que la ingesta de tarnot haya aumentado mi fuerza, el caso es que el collar de doce vueltas de calipias se rompió. Debido a ello las mismas poblaron los aires y cayeron al suelo distrayendo las miradas de los allí presentes, lo cual me permitió entregarme por completo al rascado sin que nadie reparase en mí. La música no se detuvo, sin embargo, los invitados dejaron de bailar para arrojarse sobre las calipias. Aunque me hubiera gustado unirme a ellos no pude hacerlo ya que no podía apartar las manos de mi cuello. En ese momento noté que el precioso esmalte color burdeos se había saltado en varias de mis uñas, lo cual me deprimió profundamente ya que nada dice más sobre una mujer que el estado de sus manos. Entonces, para evitar agravar el deterioro de mi manicura, cogí una ostra del Ciel de una de las bandejas que pasó por delante mío, tiré el bicho al suelo y utilicé su concha a modo de garra. Mientras tanto los invitados seguían buscando fervorosamente calipias por todo el salón; entre ellos vi a la señora de Aberdeen Angus con sus piernas indecorosamente abiertas, por no utilizar la coloquial palabra «despatarrada», bajo uno de los grandes divanes que se encontraban en la sala sin importarle el cuidado de su vestido de camotierí bordado; también vi a Rick Hereford arrastrar su smoking debajo de un canapé intentando que su miopía divisara alguna calipia que llevarse al bolsillo. La concha se partió al poco de estar utilizándola. Decidí reemplazarla por un tenedor, pero el instrumento de mesa no me otorgó el inmediato alivio que me hubiera gustado que me otorgara. Empezó a picarme entre los pechos, y hasta allí introduje el cubierto, pero en ese sector tampoco consiguió mitigar el escozor. Me vi en un espejo y me di cuenta de que en el furor del rascado me había dejado un seno al aire, por suerte nadie me miraba ya que todos los invitados seguían en el suelo disputándose las calipias; vi a la anfitriona de la fiesta insultando a su marido quien le acababa de quitar por la fuerza varias calipias que ella había escondido en su corset, y vi al menor de sus hijos, Daniel, placar a Thomas Shorthon y luego sacarle los zapatos, sitio donde éste almacenaba un gran número de las calipias en cuestión. El picor se propagó al centro de mi espalda, a un punto inalcanzable hasta para la pieza de cubertería que en mi mano se encontraba, así que decidí restregar mis músculos dorsales contra una de las paredes. Pero fue inútil, la misma era muy lisa, necesitaba algo con una saliente. Y allí, frente a mí, como si me la hubiera mandado dios, estaba la marmórea escultura de un apolíneo joven desnudo. Mi espalda le sacó buen provecho a los genitales de la estatua hasta que la comezón se trasladó a la piel de mi vientre. Entonces me metí la mano por debajo de la falda para poder acceder a esa zona mientras veía a Christine y Brenda Charolais enzarzadas en una feroz discusión por una calipia que ambas decían haber encontrado primero. Me detuve cuando la fina gazetina del vestido cedió y un gran agujero se hizo presente. La picazón se trasladó al rostro, y allí tuve que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad porque sabía que con el cutis debía ser más cuidadosa; aun no tenía marido, y por este motivo, tener la cara en buen estado era un requisito fundamental para conseguirlo. Le pedí hielo a un sirviente y me lo pasé por la frente, párpados, pómulos, y labios; en algún sitio había leído que el hielo tenía poderes anestésicos, pero lo único que conseguí fue que la cara me quedara como la de un payaso que estuvo largo rato bajo la lluvia. Los invitados a esta altura se revolcaban por el piso arrancándose pelucas y pelos naturales, desgarrándose trajes y vestidos a mansalva y robándose calipias los unos a los otros. Paul Jersey tenía la cabeza de Rick Hereford bajo uno de sus pies mientras su hermana Carol aprovechaba la inmovilidad de este último para vaciarle los bolsillos. El único sirviente que todavía estaba trabajando, ya que todos los demás, así como los músicos de la orquesta y la soprano habían abandonado sus puestos para intentar hacerse con alguna calipia, me dijo que a su abuela lo único que le calmaba los picores era sumergirse en aguas podridas. La estación del año que reinaba era el invierno, y por ello, la piscina de los dueños de casa tenía una gran capa de todo tipo de porquerías que no se quitaban desde el verano. Sin pensarlo salí corriendo al jardín y me zambullí en ella de cabeza. Milagrosamente el picor mermó en el acto, y entonces, me encontré libre para poder disfrutar de la fiesta. Así que regresé al salón de baile y me metí en el amasijo de invitados para ver si conseguía llevarme a casa alguna calipia.