No soy yo la que está en este cementerio sino una imagen borrosa de mi misma agrietada por un dolor atroz, desconocido y paralizante.
No recuerdo ni cómo he llegado a este terrible campo de muerte, ni reconozco el calor de los brazos que me sostienen.
La condescendiente lluvia que refresca mi rostro y empapa mi negro pelo provoca un leve alivio en mis ojos hinchados.
Un centenar de sombras rodean el diminuto féretro de mi amor.
Oigo lamentaciones en voces familiares y no puedo sentir nada más allá de mi alma rota.
Figuras, palabras sin ningún sentido para mí que me abruman.
Las ganas de gritar me invaden completamente pero de mi garganta, oprimida por una mano invisible, no sale más que un ridículo sonido gutural que hace que me mires con tanto dolor y culpa que quisiera poder apretar la mano que me ofreces, buscar y dar consuelo, pero me resulta imposible, tanto como incomprensible este momento.
A pesar de mi rechazo estás a mi lado, tan lejos de mi, en apariencia tan víctima de este drama como él y a la vez tan culpable como el asesino al que, en mi fuero interno, jamás perdonaré.
Te observo de reojo y el odio deviene en una dolorosa lástima que no quiero sentir y que me provoca una náusea que apenas contengo mientras la tierra húmeda ya casi ha cubierto la cajita que guarda mi razón de ser.
Recogida sobre mi misma, desde mi abismo, con mi lacerante intimidad expuesta, caigo de rodillas en el suelo y me desvanezco.
Una cortina negra a mi alrededor que nada me deja ver me envuelve.
Te oigo llamarme y no puedo creer lo rápido que he enloquecido. Mami. Mami.
Los chasquidos de la chimenea me traen de vuelta a la comodidad del hogar.
Miro fijamente el fuego y aún tardo unos segundos en oír tu linda voz, en notar como tiras de mi manga.
Tu entusiasmo me saca del trance y por fin te veo, tan hermoso, tan perfecto.
Incrédula te abrazo contra mi pecho y clavo mis ojos en los de tu padre que entra en la sala justo en el meritorio instante en el que acierto a contestarte:
-No mi amor, hoy no irás a nadar al río con papá-.