Revista Filosofía

Premoniciones (cuento)

Por Antronius

Un rayo de luz pasó sobre sus ojos, hiriente y transmutado en mil haces. Se sobó el rostro precipitadamente, con pánico, buscando tal vez la calma. Sus mejillas se alargaban junto con la boca y los párpados, pero la mirada fija, directa, hacia su reflejo.
Estaba en el pequeño cuarto. En el centro una cama, había una radio y había libros desperdigados por cada rincón como ropa sucia. Luego se sentó, se recostó en la esponja del lecho; otra vez el recuerdo, se puso de pie, tomó un libro, el más cercano, y lo abrió:
"Y la casa tenía un fuerte olor arsenical que golpeaba el olfato como desde el fondo de una droguería."
No lo tomó en cuenta, ni el sentido de cada monosílabo, y le parecía una burla a su entendimiento o una inequívoca bravata de su vista, eran letras y no eran nada, o no decían nada. Cerró el libro: "Ojos de perro azul", lo leyó. "Mi compadre Gabriel", dijo y no supo por qué, en el automatismo de sus labios salían esas palabras. "Ojos de perro azul", volvió a decir. Aquella frase le pareció encantadora: "Ojos de perro azul... ¡Ojos de perro azul!" Apagó la luz, y en un brinco de chimpancé cayó como roca en la cama: "Ojos de perro azuuuullllllllll..."
Desde el departamento afín venía un ruido áspero. Un ruido que se trasladaba por entre la hendidura de la puerta, apretándose en un chillido, para luego liberarse como monstruo en las cuatro paredes de la vida de Carrot. El ruido entrecortado y veloz, a todos lados, parecía dirigir los segundos. Carrot recordó entonces aquel suceso infantil muy común a sus pensares; recordó la noche fría cuando esperaba la llegada del tren, en cuyos vagones venía un personaje casi mitológico, de cabeza blanca y el estómago exuberante, que solía traer golosinas y que por cierto nunca arribó. Carrot hubo de evocar siempre aquella noche triste, tan infantil y tan posesiva cuyo nódulo no era más que la desazón de que aquel día, no iba a comer chocolates. Aún tenía cuatro años, y aún era un ser normal. Años después logró abrazarlo; un anciano colosal, un recuerdo borroso, pero entre abrazos y abrazos lo único nítido que quedó fue el hedor de las axilas de aquel longevo efusivo.
Pero Carrot volvió a la realidad, todo estaba oscuro. Sin embargo, un rastro de los recuerdos, un polvillo meticuloso, no había desaparecido; ahora sentía como un tormento el olor del abuelo que se fue propagando por todos sus sentidos, y la bulla de la otra habitación empezó a contraer cada vez más sus sienes. Su respiración se hizo quebrada y se tendió en el suelo con los miembros extendidos; el negro de su visión empezó a dar vueltas y se deparaba apenas, en su cosmos, el brillo de un cristal, que se hizo centro de todo entre las circundadas ilusiones: entreveía, la última mirada de su madre. En otro espacio imaginativo, un señor agrio con cara de perro estaba escribiendo a máquina y lo miraba con odio y sentía como que cada tecla era un puñal. Oyó el reloj, lento en todo, y el tectec de la máquina de su memoria acompasaba su respiración. Tectec tectec tictac tectec tectec tictac... Esa descoordinación de tiempos lo humillaba, siempre quiso estar acorde con la realidad, pero ni en los actos más sosegados lograba aquella empresa.
En plena oscuridad solo en el cuarto de pordiosero y tendido en el piso, tuvo la acuciosa necesidad de reptar y sentir el contacto frío de su cuerpo con la materia compacta; érase como un instinto brutal que le obligaba a ponerse a la altura de un animal, de una bestia que no tenía compromisos con este maldito globo; érase una implacable solución a su modo erecto que lo mantenía con un peso intrínseco y odioso que lo encorvaba, menospreciando su naturaleza divina de hombre omnipotente. Entonces reptó por un buen tiempo, dando con los pies coletazos a cualquier objeto que lo incomodaba; al final, cuando se satisfizo, una calcomanía fosforescente se sobrepuso a su vista. En la pared brillaba una figurilla de un hombre con los cabellos arresortados. En ese instante, mirando aquel pega-pega, quedó sugestionado por un ambiente premonitorio, no supo explicárselo, y eso era por lo demás, otro peso para su angustiosa náusea. Se arrastró hacia una columna con las pocas fuerzas de anciano póstumo, siguiendo a tientas el camino hacia su cama. De ese modo, apoyado en la pared, decayendo en cada segundo de caminata en el laberinto tan cerrado de su alcoba, fue cuando encontró una salvación: una descarga eléctrica de no sé cuántos voltios desde la punta de su nariz hasta las uñas de sus pies que lo dejó en el estado más dichoso que cualquier loco pudiese experimentar. Quedó tirado en el suelo frío con el dedo anular rostizado absorbiendo humo por entre los orificios de su nariz, y su cuerpo entero parecía una bolsa de gases tóxicos. Segundos después recuperó la conciencia -por llamarlo de alguna manera- y las tembladeras de su tronco y extremidades empezaron a darle lucidez. Siguió sacudiéndose el resto del tiempo, y no paró hasta cinco horas después, cuando su hija Flor de María le cerró los párpados que cobijaban sus ojos azules aún con vida, pero ya muertos.
Pudo doblegar a la desconexión con lo real. Trepando muros invisibles y sacando fuerzas de otra vida que según él llegó a vivir, logró ponerse como el homo, recto y desnudo; y así anduvo dando tumbos en los precipicios de lo lejano, de lo desconocido de su infinito universo. Sin estrellas, sino con cometas y eclipses, pasos fugaces y claridades oscuras. Quiso encontrar en aquellos laberintos mentales aquella casa familiar en donde se halló él mismo, riendo, donde gozó de libertar corriendo y saltando, tan inocente comiendo frutos y bebiendo limonada, o cuando se levantaba muy de mañana, absorbiendo la densa neblina de la capital que enrojecía su nariz, e iba al colegio llevando a su espalda una mole de esperanzas. ¿Pero qué pasaba?, ¿por dónde vagabundeaba toda esa vida traicionera? Ya no veía esos ojitos, estrellitas extintas, que le acariciaban tan profundamente y le dejaban a la postre, sin aliento. Era un mundo tan lejano. Persistió en rememorar aquel jardín de buenastardes y granada, donde creció sin ser visto por muchos años, y aquel caballo peludo que nunca se dejó montar y se quedó enano para siempre. Todo eso no aparecía, en ningún vericueto de su existencia, a lo más eran visiones acuáticas, borrosas, abstrusas.
Se dirigió al baño, encendió la luz más por costumbre que por ser necesario y otra vez, la dolorosa realidad, tan dolorosa que le hacía correr, y lo peor de todo era que no había a dónde: la realidad era todo, hasta la cueva de un ratón. Le violentaba que todo esté quieto y él sea el único aturdido como si su desgracia no fuera suficiente; se espantaba de ver la jabonera estática, con un charquito de agua blanca. Púsose a analizar; era un jabón blanco y por lo tanto con sangre blanca. Un jabón simple, que me sirve para eliminar mis microbios y sacarme la grasa. Mientras lo uso se acaba. Intentó cogerlo con sus dedos flácidos, pero resbaló entre sus yemas y resultó volando. Era un insignificante jabón que cayó en las aguas malolientes del retrete. Advirtió que ya no tendría para lavarse, ¡había encontrado una salida a su confusión!, se olvidó por un momento de la existencia. ¿Cómo iba a lavarse? Introdujo con desesperación sus manos para recoger el jabón, y al hacerlo, se mostró compungido, el jabón estaba embadurnado. Sollozó por eso, lo acarició, le echó agua. "Pobre jabón", murmuraba; después con qué dicha vio traslucir el jabón hundido en el lavatorio, estaba arrepentido de su descuido: "¡Arrepentíos!, ¡Arrepentíos!" Recordó a Juan Bautista, ¡Arrepentíos!, sentía la vida en esa palabra, en cada resonancia de sus labios resecos y de sed: ¡Arrepentíos! Y con más estupor lanzó el jabón al water que salpicó en todo su amarillo cuerpo desechos humanos: "¡Arrepentíos, maldito infeliz!". Se encogió en un rincón, "Arrepentíos"; lloró, y su llanto fue como un coro de gatos que ven almas, como huérfano, así lo hizo, no por el jabón, sino porque en el fondo de todo, ese largo llanto era también por él. Siempre lloraba por él, por él y por nadie más.
Desconsolado, alzó el mentón de su enlagrimada. Empezó a inquirir todo el cuarto de baño, tan alejado de su vista no veía otra cosa más que papelotes con poemas escritos, donde Paz, Westphalen, Vallejo, como Neruda, Lorca y Garcilazo, se esforzaban inútilmente en alivianar su respiración. Nunca le agradó recitar pero siempre lo hacía, y ahora pensando en el vació iba deletreando cada verso buscando algo concreto, algo que le cerrara el paso de su fantasía. Y como antes, al leer, no leyó nada. Aunque quedó repitiendo, como atareado, un verso del Petrarca Español:
"Juntas estáis en la memoria mía."
Así estuvo durante tres horas y algo más, y aún seguiría si la vida no se le acercaba y le hubiese dicho: "Ya, hijo, tengo que seguir". De modo que sin alternativa, levantose como con baterías nuevas.
Ya con un poco de vida en los pies, corrió nuevamente hacia su habitación, pero antes se le vino una imagen harto común a sus pensamientos desde hacía muchísimos años. La imagen: una mujer. Era pálida y con una eterna tristeza. Llevaba un libro negro entre las manos: "Un libro de luto". Pensó. Como lo había pensado la noche pasada en uno de sus sueños asfixiantes.
"Un libro de luto", murmuró, "Un libro quemado".
Medio giboso fue hacia su cama, in púribus; fue tan dificultosamente que sus articulaciones cloqueaban y parecía un robot pronto a desternillarse. Se puso los pantalones. Lo hizo mal porque la bragueta lo tenía en el culo: "Qué carajo, yo soy Carrot". Se puso un sacón que le llegaba a rozar los botines de lona; fue entonces cuando se acordó de su amigo, el Ínclito Gigante de las Letras Sarcásticas, él se lo había regalado, sin motivo alguno, junto con una nota extraña un día antes de ser encontrado en un pozo, degollado y tan exangüe que su piel parecía un papel remojado. En la nota, con una escritura que no parecía la del amigo, decía: Para mi amigo Carrot, para que se sienta grande. (PD: El día que me muera, tal vez tu también mueras en mí.) el hálito de la ultratumba ya se hubo de percibir en ese entonces. Carrot se dirigió a la salida, atosigado, queriendo desembarazarse de la opresión de su cuarto y de sus recuerdos, de su pedante soledad.
Al abrir la puerta con empeño, se encontró con una mañana ploma, fría, cubierta de niebla. Y por ser mañana, muy somnolienta, no esperó encontrar a tanta gente que se cruzaban tan indiferentes al paso. Algunos parecían que formaban una fila, dando a su peregrinación una expresión de angustia; parecían devotos dirigiéndose al Gran Templo de Jerusalén con mucha soberbia, cada uno por su lado aunque estuviesen tan unidos. Esto asustaba a Carrot, sus aspectos en recelo daba la imagen de un suceso límite, de una tensión pronta a la hecatombe. Y el se encontraba en medio de todo eso, entre el bien y el mal, el miedo y la valentía y la conturbación. Predominaba más el miedo, porque al ver a la gente no le era posible evitar el pavor debajo de su piel como algo duro y terrible; sentíase como una pluma en medio de toros de lidia que iban a la carrera hacia el infinito. Mas esas personas no reparaban la presencia del viejo ensaconado, aquel que se escondía tras sus brazos e iba por las paredes entre tambaleo y enajenación.
"Rumores escucho de la nada". Quedó impávido; aquella frase parecía una revelación de la esencia de las esencias, de lo más puro y sublime. ¿Por qué lo dijo? ¿Y por qué no seguía su camino? Un verso suyo sobresalía a todo, a todo hombre, a todo instinto. Se detuvo en el recodo de la plazoleta, y vio con escepticismo el panorama que formaban las personas y el paisaje. Luego a él. ¡Qué desolación! ¡Qué indiferencia! Corrió hacia el paradero del ómnibus, la calvicie le hacía temblar más. Las personas se apartaban del camino: "Cuidado, ahí viene un loco", decían.
En el paradero detúvose. No se acordó si había enseñado el índice para que el ómnibus morado se pusiera en su frente y esperara que subiese. Tal vez el micro sabía que él ingresaría, se sentaría y bajaría en un destino ya profetizado, como la vida de todos los hombres. Recostado en el último asiento del ómnibus, su percepción no daba cuenta del chofer. Eran las primeras horas de la mañana; ahora una estrepitosa lluvia empezaba a asolar las calles. Unos cuantos seres sentados en el micro parecían que musitaban una canción de silencio. El viejo Carrot seguía temblando, ahora más, por el punzante frío. Empezó evocando los años cincuenta. Pensando en lo de siempre aunque de una forma variada. Todas las imágenes eran dispersas, sin contenido claro, pero sabía que era lo mismo porque terminaba llorando como siempre: sin saber por qué.
Un niño con cara de anciano subió al transporte tiritando, con una bolsita de caramelos. Y Carrot terco en rememorar a su Rosa Flor, a ella leyendo el libro de luto, en que su Rosa Flor le fustigaba con muecas obscenas y le imprimía despedidas irrisorias. Como cuando escuchaba el tectec de la máquina de escribir, los ojos de Rosa Flor latían de odio en su memoria (solía decir resignado que él era el único ser en la tierra que no estaba dotado para el olvido). "Si tiene un huequito en la muela, te lo tapa; si no lo tiene, te lo hace un huequito", decía el muchacho desarropado y sucio ofreciendo golosinas. Algo oprimió el corazón de Carrot que bajó del micro sin pagar y en pleno movimiento, dolido por una incertidumbre de la cual debería escaparse. Mucha gente se oponía a su paso mientras corría escapando. Miraba atrás, recorría toda la zona, cruzando calles y avenidas, perdiéndose en pasajes y ocultándose bajo árboles frondosos, hasta llegar a un interminable callejón. Se detuvo exhausto frente a una pared, a su espalda, una silueta.
-¿Y, viejo? -pronunció los labios de la silueta.
-No lo traje, hombre... Mañana sí.
-Mira cocho del demonio, a mi no me la haces: ¡O me pagas o se muere!
-Espera, Alcino, no te apures; te doy un adelanto.
El hombre sonríe, se acerca todavía oculto entres su vestimenta. Después de examinar a Carrot de pies a cabeza, lanza una carcajada.
Recibió unos billetes (los recibió uno por uno, con la paciencia de un cobrador feliz), se dio la espalda y camino hacia la calle principal. "Otra cosa -concluyó riendo-, ya déjese de temblar, viejo".
Carrot se encerró en su psiquismo, en sus fantasmas, en su delirio: "Ya lo estoy pagando Rosa Flor". Y ella otra vez, en el espacio, con su libro de luto, con el odio en sus ojos. El sacón le empezaba a empujar al suelo como si los bolsillos estuviesen rellenos de plomo; y otra vez, y otra vez, el maldito tren que no traía a nadie, su jardín de granadas y su casa con estrellas extintas, tan extintas en el pensamiento y en el corazón. Desvalido el pobre hombre, se apoyó en un muro, en ese muro, una piedra.
Entonces, con el espíritu de aquellos guerreros que luchaban en Troya creídos de un dios protector, fue corriendo tras Alcino, lo tomó del hombro y antes de terminar de decir "Sí, Alcino, ya estoy viejo", le partió el cráneo con tanta furia que su mano rozó con alegría unas materias espumosas, como una batalla ganada con el corazón del enemigo. "Me estás haciendo viejo", dijo, cuando la certeza de que había recuperado la fe apagó la bulla de sus oídos y sintió su respiración, cesante y luminosa.
Desde ahí comprendió algo tan complicado a su filosofía.
Al fin creyó comprender que su vida estaba por terminar, y que la naturaleza estaba escribiendo sus pasos en el tiempo y en el espacio que venía y pasaba. Recordó entonces el presagio del niño que vendía sus golosinas: "Si tiene un huequito en la muela, te lo tapa; sino lo tiene, te lo hace un huequito". Entendió feliz que ya había tapado el hueco, del dolor de muela que lo azotaba hace treinta años.
Su recorrido era ahora con destino a la casa de Rosa Flor, y en ese tramo, trató de encontrar una señal en cada persona, cada decir, cada forma. Algo que dijera que su vida iba a ser así. De ese modo supo que Rosa Flor estaba esperándolo desde la madrugada en el balcón de su casa, cuando una bolita de nieve acarició gélidamente su mejilla, divisó hacia arriba y vio que una niña de rostro pálido le sonreía al verlo, desde el balcón. Fue la imagen de un auto negro con un ataúd dentro lo que propició un estado de éxtasis, porque las conjeturas de sus barruntadas iban cumpliéndose como si los secretos de la vida ya hubiesen sido elucidados. Recordó el fuerte olor arsenical y lo asoció con las axilas de su abuelo. La calcomanía del encrespado con la electrocutada; como el arrepentíos relacionado con su posteriori crimen; y sus "Juntas estáis en la memoria mía" con el latente recuerdo de su Rosa Flor y su literatura, su infancia y todo. Con aquella exaltación iba corriendo hacia la casa de Rosa Flor, su dulce Rosa Flor, sentía y lo sabía que ella no sólo lo estaba esperando desde la madrugada, sino desde hace más de cincuenta años atrás. Y en esas correrías andaba, cuando unos borrachos le pasaron la voz: "Oye mi amigo, ¿ya vienes?" Él entonces respondía: "No, ya me voy". Y los borrachos: "Entonces, te esperamos". "Bien". E iba cansado, temblando, cloqueando y pensando en Rosa Flor. Cruzó la plaza principal. Bordeó el río sin agua y sólo el ánimo le ayudaba a subir la escarpada de un cerro adornado con viviendas. Pasó por recovecos, y en uno de esos, estaba la casa abandonada; la que sería la más antigua y la más señorial. Con paredes de madera que llegaban al cielo y ventanas sin cristales, hermética por donde se la quisiese mirar, pronto a derrumbarse. Y arriba, estaba ahí, carcomido por la polilla, petrificado por el tiempo: el balcón.
La alegría no se hizo esperar, mirando en estragos el lugar de su felicidad, donde vivió su Rosa Flor. No supo cómo saltar, cómo mover sus brazos, porque ya no eran suyos. Se sentía libre con los ojos, pero a su decrépita fisonomía la sujetaban vapores terrenales. Sin embargo, eso no logró impedir que Carrot experimente una felicidad tan extrañada. Ya no le dolía el cuello, ya nada.
Unos pasos atrás, escondidos entre arbustos, unos ojos cenicientos miraban a Carrot que temblaba y en la cara tenía una gigantesca sonrisa. Se acercó un poco más, y vio muy de cerca aquella traza de buitre hambriento del anciano alucinado frente a la casa; contuvo su corazón: "No puede ser", Se dijo con una premonitoria alegría.
Carrot, "Mi Rosa Flor, ¿estás ahí?" Las ruinas los hizo palacio, adornó el balcón con rosales, y donde no estaba Rosa Flor, puso el cuerpo de ella a los veinte años, pálida y hermosa. "Ya vine, mi Rosa Flor". Su felicidad aumentaba los adornos de la casa y el ambiente. Las calle orinadas exhalaban ahora un aroma floral, crecían árboles de la nada y le cielo esclarecía su celeste. "¿Rosa Flor, no te alegras?" Y, a cambio, encontraba en ella la más completa soledad. No le respondía, no le miraba, no le hablaba. Su blancura se manchaba, sus ojos iban hundiéndose: ella desaparecía con una imagen putrefacta. "¿Rosa Flor?, no te vayas", Carrot viendo el balcón. Todo empezó a dar vuelta, se ennegrecieron las nubes, la tierra olía a establo y todo era horrible. Circundó la vista; regresó al balcón y estaba como siempre lo estuvo, empolillado, con huecos, con nada de su amor. Se sintió terrenal como antes, y luchaba contra eso: "¡Rosa Flor!". El canto de un búho le dio la respuesta: "En este día, empieza mi noche". Cuando siguió llamando a gritos "Rosa Flor", "Tu hija ya está a salvo", "¿Dónde estás?", y no encontraba nada más que el silencio. El balcón se pudría más a su vista: "Rosa Flor", "¡Ojos de perro azul!", "¡Arrepentíos!", "¿Dónde has de andar?", cuando cedió a todo.
Desplomado en el centro de la calle, sin presente ni futuro. ¿Acaso la vida necesitaba del presente? El pasado era su tortura, y no podía desaparecer de su historia, una historia que le hacía padecer. Miraba las nubes plomas, ya la lluvia había cesado. Iba a dormir, cuando una mano tibia encrespó su rostro. Escuchó una voz carrasposa: "Mírame". Carrot parpadeó para verlo:
-Otra profecía -dijo.
-Sigues siendo el mismo loco de toda la vida -le respondió otro viejo menos desamparado que él.
El hombre acarició los cabellos de Carrot como un hermano mayor, viendo la miseria total del otro.
-Toma esto - le ofreció una botella-. ¿Por qué has vuelo a este lugar?
-Aquí nací y aquí moriré -respondió Carrot con esfuerzo.
-Por eso no fuiste un escritor con fama: tú eres un loco de verdad, y el resto sólo se hace.
-¿Has visto a mi Rosa Flor?
-Que Dios me guarde, que todavía estoy en edad -repuso el amigo, sacudiéndose de algo que significaba malagüero.
-En edad de morirte.
Se miraron con espanto, luego, se abrazaron. Fueron bajando el cerro. Era todavía muy de mañana y el barrio lleno de traficantes y rateros, recién vivía el mediodía.
-Ten cuidado que te anda buscando tu yerno.
-Carrot, tranquilo y orgulloso de aquello, respondió: "A ese hijo de perra ya lo maté".
-¡Santo Dios! -el amigo aterrorizado-: mejor sigamos bebiendo. Levantaron la botella, ambos parafrasearon: "Ésta es mi sangre, la que me da la vida". Se detuvieron. Carrot prosiguió:
-Esta es mi sangre, que me lleva al calvario -Carrot sintió pasar un viento frío. Miró con lástima a su amigo de la infancia, y logró evitar otro decaimiento.
Los ojos del amigo estaban aguados, sumidos en el recuerdo. Una premonitoria muerte del amigo Carrot dio cabida para que una gota de agua salada resbalara por sus labios.
-Tú fuiste el único que me creyó cuando amaba a Rosa Flor, mi hermano.
-Ya déjate de sufrir Benjamín, ya pasó mucho tiempo de aquello, ya todos lo han olvidado. Ahí tienes a tu hija: ¡Vive por ella! Su muerte no fue tu culpa.
-Sí, sufro por eso. Ella no hubiese muerto, sino yo.
-Ya viejo ¡Cállate! -suspiró, luego precisó sus ojos en toda la humanidad de Benjamín Carrot y compadecido dijo-: Lo único que caga al hombre es el amor.
Ya estaban a orillas del río, en el preciso momento que veían cómo dos ratas se correteaban por un pedazo de basura. Los dos viejos lloraban porque sabía que lo inevitable no valdría contrarrestar. Sólo quedaba el sufrir. Carrot ya no tenía fuerzas para soportar tanto dolor, había sido feliz viendo su muerte próxima, y no esperaba nada, ni otra cosa de este mundo. En ese instante en que recordaba imágenes de un pasado inexistente, cuando veía a su abuelo bajar del tren trayendo sus chocolates para empalagarlo, cuando veía los ojos de su familia que florecían en la oscuridad y eran más rutilantes que el mismo sol y más placenteros porque se los podía mirar, y le decían "te queremos", cuando veía el jardín de su niñez y gozaba montando a su caballo que muchos lo llamaban perro. Estaba en aquellos pensares cuando rompió la botella y de un tajazo en la yugular (dándose tiempo aún para recordar la frase de su amigo escritor: "El día que me muera, tal vez tu también mueras en mí ") se quitó la muerte y vivió eternamente al lado de su Rosa Flor como hace dos mil años Jesucristo lo previó.

(2001)



Volver a la Portada de Logo Paperblog

Revista